Por: María Dennisse García Ramírez.
Ahora que me encuentro en el ocaso de mi vida recuerdo mi dulce
niñez, cuando visitaba la casa de mis abuelos.
Sus rugosas y ásperas manos tomando las mías, mientras el
olor a polvo y tierra se metía en mi nariz.
Me gustaban los leves sonidos de aquel lugar, sólo los
animales pastando, los pájaros cantando y el leve soplo del viento sobre las
viejas construcciones de adobe.
A veces subía al montículo de paja del establo. Mis manos
tocaban las ásperas hebras, y la boca se me llenaba de su sabor al ir
respirando trabajosamente mientras ascendía. Finalmente, en la cima, me sentaba
sin importar la comezón de mi piel al sentir los tallos y hojas. Podía escuchar
como toda la columna se comprimía bajo mi peso. Me quedaba allí horas enteras,
sintiendo el viento azotándome la cara, oliendo partículas de tierra y desechos
animales.
A veces, íbamos a la milpa. Yo me ponía en la parte trasera
de la vieja camioneta, aferrándome con los pies al suelo de plástico, y con las
manos a la fría capa de metal. El viento mecía mi cabello, y los oídos se
llenaban de suspiros y piedras del camino.
Oía como mi abuelo tomaba su machete y lo impactaba contra
sus sembradíos de maíz, mientras unos los arrastraban, y otros tomábamos
pequeñas y rugosas calabazas de las matas.
Yo siempre me espinaba, tomaba la calabaza por el tallo, y
sentía pequeñas púas penetrando en mi piel.
Caminar allí era difícil con mis pies inexpertos, iba
tropezándome con los suaves surcos, llenando el aire de arcilla, y mis zapatos
de arena.
Prendían una fogata que olía a leña. Oíamos el crujir de
los elotes en las brasas, y sentíamos los pequeños trozos de hojas chamuscadas
que el viento levantaba.
Mi abuela sacaba un queso de olor fresco, y nos dejaba
sentir su salado sabor mientras esperábamos el poder hincarle los dientes a los
tiernos y dulces elotes.
¡Cuánto no daría por poder chupar nuevamente el olote
después de haberle quitado todos los granos!. Sentir toda la cara pringada de
dulce, y las manos y el cabello con olor a leña.
Quizá, en el otro mundo, mis abuelos me esperen en su vieja
casa, llena de antiguos olores y leves sonidos, listos para recoger los
sembradíos del campo.
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