―Ya ves, Fermín, que murió aquel árbol ¿Te acuerdas cómo
pasamos horas trepados en aquellas ramas? Ese nogal de verdá que estaba macizo,
nomás que don Melquiades, ‘ora que volvió con hartas cosas, ya rico pues,
decidió crecer el huacal y tiró el árbol.
La tía Fernanda ya no vive; murió hace un tiempo, ya pasa
del año, nomás que estuvo enferma desdenantes y tenía todavía más rato que no
hacía ya esos merengues que nos daba cada domingo. Te has de acordar, ésos que
devorábamos en segundos. Su hija quedó con la receta –la prima Amaranta, ésa
que nunca se casó- pero ya no le salen como los de la tía.
También se cayó la torre de la capilla. Nadie halló muerte
ahí debajo porque fue en la madrugada, pero el padre José murió del infarto.
Dicen que del ruido creyó que era una bomba y ya ves, que nunca se recuperó de
cuando fue a la guerra.
Tu hijo Arcadio está re grandote, ya no es un niño, Fermín,
en unos meses cumple veinte y ya está casado; se consiguió una buena mujer que
le ha dado tres chamacos. Y tu hija Úrsula se casa pronto; es re buena mujer,
¿y cómo no? Si la crió su madre.
Hablando de eso, Fermín, la Remedios me la traje a vivir
conmigo. La dejaste bien solita y ya ves que yo siempre la quise bien. Todo
esto te lo digo de buena manera, Fermín, no pa que te enojes. Yo sé que te
gustaría saber qué ha sido del pueblo que nos vio crecer y de la gente que
dejaste. No me lo tomes a mal, Fermín, verdá de Dios que lo digo de buen modo,
hasta te traje tu pulque. Y bien sabes, Fermín, que te aprecio, que fuimos
amigos desde niños, pero vieras cómo lloraron la Remedios y tus hijos, te lo
juro por ésta que te extrañamos.
Ya me vuelvo al pueblo, Fermín, nomás venía a visitarte como
cada santo tuyo. Ahí te mandé a decir tu misa, y dispénsame, ya ves que la vida
no sabe guardar lutos.
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