Luisa Carolina López Balderas
Recuerdo a una de mis mejores amigas de la
infancia, era su cumpleaños en junio, y yo, con lo fácil que me cuelgo de las
personas, tenía que estar ahí.
Su casa era especial para mí, la frecuentaba al
sentirme bienvenida por ella, pero ahora siento miedo a los ojos de su madre.
Siempre cuidándola, siempre sobre mí, porque no estaba con mi familia que me
limitara, y sacaba a relucir los malos modales que adopté que, supongo, de la
televisión.
Por eso era feliz en casa ajena, reía, bromeaba
y actuaba como no me dejaban; si tan solo hubiera entendido el mal que hacía
portarme como traviesa y berrinchuda frente a las miradas paternas de mis
amigas. Pero en aquel entonces, estaba sorprendida por el olor del pastel que
la señora había horneado.
Lo preparó con amor para su hija, mientras
jugaba conmigo. El sonido de los videojuegos solapaba el de la cocina
trabajando.
Luego nos llamaba a comer y partir el pastel.
Siento que yo amé más el pastel que mi amiga. Quisiera
recordar qué hice para lastimarla aquella vez, confirmar por qué recuerdo el
tono de voz serio de ella, muy diferente a cuando bromeaba y reía. Ese tono de
estar precavida, o cuando yo arruinaba las reuniones.
Tratar de recordar a los demás invitados
mientras siento el plástico del mantel sobre la mesa, con migajas y sensación
grasosa; recordar a los invitados me lleva a cumpleaños anteriores que arruiné
por no ser el centro de atención.
Qué pésima amiga soy desde entonces.
Para un pastel que olía tan dulce, de textura
casera y una sequedad pastosa que disfruto, solo puedo recordar y describir el
sabor a chocolate de la cubierta.
¿Fue tan bueno como mi emoción por él me hace
creer? No sé si valió la pena esperar a probarlo, porque solo tengo la amargura
de la culpa que hace dudar de los que pudieron ser buenos recuerdos para mi
amiga y me los adueñé.
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