Gabriela
de Jesús Acevedo Domínguez
Él
se encuentra sentado en una banca de concreto, ubicada en la orilla de un largo
jardín con múltiples tipos de flores. En frente, espacio abierto a la
imaginación; totalmente despejado y limpio. Así como el paisaje que se muestra
en esa cálida tarde: Cielo azul, azul. Nubes blancas formadas de distintas
cosas que van de un lado a otro al compás del viento ligero y fresco. Y el sol,
como despidiéndose en ese tono anaranjado, siempre ocultándose al oeste,
localizado a la izquierda del joven. Que tranquilo y sereno, contempla aquél
ambiente tan armonioso.
Esta
sólo en ese lugar, esperando que llegue el momento adecuado para poder pintar.
Tiene sobre sus rodillas una especie de blog completamente blanco, y en su mano
izquierda un pincel aún sin color. Ligeramente levanta la cabeza hacia arriba y
observa que ahora se ha nublado un poco. Se queda pensando por un instante, levanta
su mano derecha hacia atrás, justo donde se encuentra el jardín. Con gran
delicadeza toma una bella flor de pétalos muy finos, la arranca con cuidado,
lleva su mano hasta él, acercándose la flor suavemente a la nariz. Respira su
aroma dulce y fresco. Y esboza una sonrisa picarona. De repente se pone serio,
como analizando algo. De nuevo vuelve a acercarse la flor para oler su aroma.
Otra vez sonríe, deja la flor por un lado, destapa sus pinturas, toma su pincel
ya empapado de un color verde bajito y comienza…
La conocí en un momento difícil. Si, muy
complicado. Cuando pasaba por una situación desagradable y cruel. Cuando
parecía que ya todo había terminado y que ya no podía seguir adelante. En ese
justo instante, apareció ella, dando un poco de luz en medio de la obscuridad.
Era
en una noche fría y desolada. Cuando ella apareció en ese lugar tan desértico y
triste. Si, muy triste, todo era triste y angustiante.
Ella
llegó casi igual que todos los que nos encontrábamos sometidos dentro de un
camión patrullero. Los destructores de sueños también la alcanzaron, y la llevaron
allí con nosotros. Dejándola en contra de su voluntad.
Íbamos
juntos, Yo estaba a su lado, ambos acompañados por muchas más personas, que
habían llegado allí por diferentes causas. Pero que sin importar el motivo,
ahora nos conducirían al mismo destino. Íbamos a entrar a un reclusorio,
permaneciendo por no sé cuánto tiempo de tras de las rejas. ¡Y todo por ser
indocumentados!
–Como
si eso fuera realmente un delito. Como si no tener un documento parecido a un
boleto de autobús te hiciera un delincuente. ¡Qué absurdo! Pero bueno, así son
las leyes en ese lugar-.
El
ambiente era tenso, la mayoría iba triste, incluyéndonos. Los amos del poder
nos traían como pirinola de un lado a otro, de una oficina a otra exhibiéndonos
como posters ante su sociedad. Hasta que llegamos a la presencia del juez, que
con la ayuda de un traductor nos iba diciendo a cada uno el tiempo que nos
tocaría estar de convictos:
“En
el reclusorio general del estado. Advirtiéndole de antemano, que jamás podrá regresar
a la nación”.
Recordar
esas palabras, hacen que el estómago se me revuelva. Sentirte humillado,
haciéndote creer alguien que no eres, bajándote la autoestima hasta el suelo.
Eso es algo muy cruel y despiadado.
Pero
a pesar de todo, allí estaba ella dándome un poco de fortaleza. Recuerdo que
iba totalmente destrozada, lloraba desconsoladamente por la sentencia que le
habían dado.
“Tres
años”. Decía desanimada, hundiéndose cada vez más en su tristeza.
Mientras
tanto, no sabía qué hacer, porque también me daba vueltas la sentencia recibida:
“Cinco años en el reclusorio general del estado”.
Pero
no podía deprimirme, no ahora que tenía por qué seguir adelante. De vez en
cuando volteaba hacia ella, y mientras más la miraba, me iba conmoviendo más y
más. No podía soportar que esto continuara de la misma manera. Así que me armé
de valor y le hablé lo más neutral que pude para motivarla. Y cuál fue mi
sorpresa que cuando terminé, ¡descubrí que me había hecho caso! Así que
continuaba hablando dirigiéndome directamente a ella, y mientras decía las
palabras, nos íbamos sintiendo más tranquilos.
-Lucha
por tus sueños siempre, aunque todo valla en contra-. Fue la frase que le hizo
sonreír. Y al mirarla, ¡me quedé cautivado! Aunque no estaba muy arreglada,
hubo algo en su interior que me atrapó.
Entramos
al reclusorio general, y aunque estábamos separados, cuando nos encontrábamos
en los días de convivencia, nos poníamos a platicar de diversos temas. Naciendo
una nueva amistad. Amistad que con el transcurso de los días se fue
fortaleciendo más y más, hasta que nos volvimos a encontrar, ya fuera del Charco.
Aquella
tarde de Julio fue cuando después de 2 años de ausencia, la volví a ver. Estaba
allí, esperando mi regreso en la puerta de la entrada de aquél aeropuerto.
Desde lejos notaba que me buscaba entre tanta gente que cruzaba por ese lugar,
hasta que ubicó por donde venía. Pero no se pudo acercar, porque aún me
encontraba con los compañeros de viaje escoltado por agentes que nos entregaban
a las autoridades locales.
“Ahora,
están en su tierra. A partir de este momento, son libres de tomar el camino que
deseen. Buena suerte” Nos decía el federal.
Y
sin más carga encima que 100 pesos que nos habían dado a nuestra llegada,
caminé por un largo pasillo muy iluminado, lleno de gente que nos volteaba a ver
con cara de sorpresa porque no traíamos equipaje.
-Dejen
de mirarnos así, que no somos bichos raros-. Me dieron ganas de responder a
esas personas. Pero no. Me contuve al pensar: -Calma, calma. Estás libre de esa
etiqueta. Jamás te volverán a llamar indocumentado. Sólo es cosa de unos
minutos, cuando estés afuera todo será normal otra vez.
Seguí
caminando cada vez más aprisa, ella me vio más cerca y se aproximó Asia a mí
rápidamente. En pocos segundos, nos encontrábamos frente a frente, mirándonos
muy emocionados por el reencuentro.
Ella
sonrió y dijo: “Hola”. –Hola-. Respondí de la misma manera. Y en un movimiento espontaneo,
nos abrazamos olvidándonos de lo que había alrededor.
“¡Elías!
¿Cómo estás?”
-Bien
gracias. ¡Qué alegría encontrarte aquí!-.
Fue
todo lo que nos dijimos antes de regresar frente a frente. Platicamos por unos
minutos y salimos juntos de ese lugar.
Aquel
reencuentro, fue lo mejor que me pudo haber pasado. Una sorpresa del destino.
Volver a creer que aún puede existir cosas buenas en la vida, me hizo recordar.
Y ese abrazo, tan recorfortante, me llenó de amor y de paz.
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