No sé si soy
la única a la que le ha pasado por la mente alguna vez la duda de ser adoptado.
Cuando tenía diez años veía mis fotos de bebé y estaba convencida de que esa no
era yo. Había algo diferente en los ojos de esa en el retrato sobre la
chimenea, el cabello también era diferente. Hoy sé que es normal que los
colores y las texturas cambien conforme uno envejece, pero en ese entonces para
mí era bastante extraño. “No soy yo” —me decía a mí misma.
Un día que mi mamá me llevó al parque, reuní el coraje para preguntarle, me vio a los ojos con desconcierto; nunca antes había visto tanta tristeza en sus ojos. Fue como si yo la hubiera traicionado, como si todos esos años de amarme y cuidarme no me hubieran bastado para entender que ella era mi mamá, mi mamita. Y es que ella nunca me hizo dudarlo. Ella siempre lo demostraba; cuando me tocaba recitar poesías sin sentido ella estaba ahí para aplaudir aunque las palabras se trabaran en mi boca; cuando me vio bailar en mi cuarto y sin decir nada, me tomó de la mano y me llevó a mi primera clase de ballet. Tal vez no decía “te quiero” con todas sus letras, pero eran esos detalles los que me hacían saberlo.
No, ella no fue la que me hizo dudar. Fue ese señor que nunca estaba: don Teófilo. Si me preguntan sobre mi padre, no sé qué responder. Trabaja en el colegio. Tiene más hijos. Le gusta fumar puros habanos. Es todo lo que me dejó saber de su vida.
Pero es que ni siquiera nos parecemos. Cuando mamá murió y él no tenía más opción que llevarme con él al trabajo, me pasaba observando mi rostro y el suyo a través del espejo que había junto a la puerta. Sus ojos son claros, los míos oscuros; mi piel es pálida y llena de pecas, la de él apiñonada y con verrugas. Él es duro y frío con la gente cercana, extrovertido y gracioso con sus colegas de trabajo y deprimente cuando está solo.
Me enteré que tenía más hijos y me alegré mucho, siempre quise tener hermanos, pero él me gritó por haber esculcado entre sus cajones y me dijo que ellos y yo nunca nos conoceríamos. Estaba avergonzado de mí seguramente. Me di a la tarea de investigarlos y resulta que todos son médicos, abogados o arquitectos. ¿Qué iba a hacer el viejo con una bailarina en la familia? Se enojaba hasta por mis alergias. Es por eso que nunca me quiso. Yo era diferente a él. No me gustaba jugar con los hijos de sus amigos, tenía problemas para aprender en la escuela y sobre todo, lo mío, lo mío, era la danza. Pobrecito de don Teo, le salió una hija buena para nada.
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