Gabriela
de Jesús Acevedo Domínguez
Esteban llegó sin aliento a la estación Esperanza. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Dionisio, salido de quién sabe dónde,
le dio una palmada muy suave. Al volverse Esteban se halló ante un viejecillo
de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan
pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo a Dionisio, que le preguntó con
ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el
tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en Talus?
-Necesito salir inmediatamente. Debo
hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por
completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda Rehuesis
-y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino
salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto
inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo
por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a
T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a
su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor…
-Talus es famoso por sus
ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos
debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la
publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias
abarcan y enlazan todas las poblaciones de Talus; se expenden boletos hasta
para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes
cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por
las estaciones. Los habitantes de Talus así lo esperan; mientras tanto, aceptan
las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier
manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta
ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una
inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto
averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo
mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la
obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he
visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron
abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor
de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha
de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo.
Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese
rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla
para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene
razón. En la fonda Rehuesis podrá usted hablar con personas que han tomado sus
precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las
gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos de Talus. Hay quien ha
gastado en boletos una verdadera fortuna…
-Yo creí que para ir a T. me bastaba
un boleto. Mírelo usted…
-El próximo tramo de los
ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona
que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un
trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni
siquiera han sido aprobados por los ingenieros de Temaru.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se
encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay
muchísimos trenes en Talus, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa
frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y
definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido
al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los
ciudadanos, Temaru debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular
trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a
veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones
importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero Temaru, que
todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón
cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de
un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe
su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta
uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con
los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es
otra de las previsiones de Temaru- se colocan del lado en que hay riel. Los de
segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan
ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda
totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a
causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable.
Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros
pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron
amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en
idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños
traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para
tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su
ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan
ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de
sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las
páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje
de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los
constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un
abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los
pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su
enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en
hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener
en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio
que Temaru renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose
con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven
a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana
mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone
usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo
pronto en la fonda Rehuesis y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo
cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los
viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda Rehuesis en
tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes
con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir
ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden
para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes
de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de
educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo
de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía
tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo
demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva
de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que
llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de
escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un
entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un
convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les
proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les
rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a
cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo
que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera
haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de
los vagones demasiado repletos, Temaru se ve obligada a echar mano de ciertos
expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en
plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un
poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del
teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos
muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una
perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio
infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy
lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de
trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted
llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles,
aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea
usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran
un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el
conductor anuncia: “Hemos llegado a T.”. Sin tomar precaución alguna, los
viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para
facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se
sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren
con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros.
Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las
autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las
cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor
parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de Temaru. A veces
uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en
seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea.
Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara
a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de
su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación
perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible
de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara
conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna
persona.
-En ese caso redoble usted sus
precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira
usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo.
Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase
de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en
ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el
ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren
permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar
cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace Temaru con el sano
propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo
posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen
plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les
importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los
trenes?
-Yo, señor, solo soy guardagujas. A
decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en
cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de
hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado
muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre
a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a
los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de
que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de
cataratas o de ruinas célebres: “Quince minutos para que admiren ustedes la
gruta tal o cual”, dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se
hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a
otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en
colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos
de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan
lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le
gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en
compañía de una muchachita?
Dionisio sonriente hizo un guiño y se
quedó mirando a Esteban, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó
un silbido lejano. Dionisio dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas
y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó Esteban.
Dionisio echó a correr por la vía,
desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará
a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó Esteban.
No hay comentarios:
Publicar un comentario