Por: Jesús Orlando Robledo Iberri
Una tarde como tantas otras; oír ante el umbral de la
puerta los pasos acercándose a abrir, invitándome a pasar. Mi abuelo hacía que
me emocionara profundamente, se volvía una señal de que aquella tarde sería
divertida, llena de historias y cosas por descubrir.
Quizás eran sus abrazos o el aroma a tabaco en sus manos lo
que me hacía tranquilizarme y darme energía para el día que pasaría allí.
Decía —vamos con los peces— y las ganas de entrar en aquel
acuario suyo eran incontenibles. Ese cuarto lleno de peceras, el sonido del
agua corriendo y cayendo; una paz inmediata se apoderaba del momento e inundaba
el cuerpo.
El olor a sal y humedad, tan azul, se metía en la nariz a
la fuerza; haciéndote sentir el océano en el estómago. El calor en la piel,
cual briza de verano, avanzando fuerte y dejando su marca en la piel.
Pasando las horas, seguíamos sentados en aquellos viejos
bancos de madera que lastimaban la piel si no sabías tocarlos. El sonido de la
voz que se volvía historias llegaba a evolucionar en un arrullo que guiaba a
las mejores aventuras oníricas. Pero la alegría nunca escapaba de su voz,
alegría que se contagiaba, alegría que se mostraba en sonrisas y bostezos.
Después de haber nadado incontables horas entre peces e
historias era costumbre ser sorprendido con un plato lleno a tope de papas
fritas caseras. El hambre rugía desde que se oía el aceite saltando, imaginando
ese delicioso olor a sal, a calor de comida recién hecha. La forma en que se
deshacían en la boca y el sabor a sal se convertía en el perfecto cierre de una
tarde de viajes, aventuras y nadando entre cientos de peces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario