No recuerdo o no sé. No recuerdo si el cielo ha tenido siempre dos colores: gris y negro. Cuando me paro frente a un cristal veo siempre una figura blanca y brillante que contrasta con la perenne penumbra atascada de fierros viejos, fríos, abrazados por la antaña herrumbre.
Mis ojos tienen el color de este cielo, mi cabello es como nieve sucia, mis manos son frías y grises pero entre ellas brilla un óvalo blanquecino y frágil que no he soltado desde que lo hallé. Caminamos juntos en línea recta sin detenernos. El paisaje no cambia y nunca hemos hallado a ninguno como él ni como yo; más bien, a él se parece la única luz que he visto, un disco blanco que baña la tierra pero con el paso de los días se desvanece.
Lo único que pasa a nuestro lado son refugios de acero encadenados a otros deslizándose sobre hileras de metal. Jamás he tratado de alcanzar uno, temo romper a mi compañía. Es mejor transitar paciente por el camino largo y seguro, de intentar correr sobre senderos desconocidos podría romper el huevo de la luna que llevo entre mis manos.
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