Me encantaba salir al patio
y columpiarme mientras el aire tibio salpicaba mis brazos. Nunca aprendí a
brincar la cuerda, a andar en bicicleta o en patines, pero me gustaba ver a mis
vecinos hacer todas esas cosas desde el jardín de mi abuela. Cuando mi padre no
podía llevarme con él a su oficina, me dejaba al cuidado de esa señora enojona
pero muy chistosa de cabellos blancos. Doña Chole era ciega y se enojaba porque
yo no hacía mucho ruido cuando jugaba, así que pensaba que le hacía travesuras.
Un día en mi cumpleaños, me
enseñó a hacer un pastel. Le dijo a la vecina que me ayudara a prender el horno
y todo lo demás lo hice yo sola. Me dijo: “yo solía hacerles sus pasteles a tu
mamá cada año en forma de conejo, era su favorito; no puedo hacértelo a ti
porque no veo, pero te daré la receta y ese será tu regalo.
Me emocionó tanto, pues
nunca nadie me había enseñado a cocinar nada. El conejo quedó algo deforme pero
hasta eso, muy sabroso. Me encantaba el olor a vainilla y coco que se desprendía
de la cocina mientras el pastel se horneaba. Se suponía que mi papá llegaría de
trabajar a las ocho y me llevaría a comprar mi regalo pero no llegó. No tuve
fiesta ni nada, “los seis años no son gran cosa” —me decía mi abuela— “espérate
a los quince y ahí sí le pides todo lo que quieras”.
Estuve jugando un rato a
“las comiditas” con Pato, el hijo de la vecina. Tenía que presumirle que ya
sabía hacer un pastel. Nos quedamos un buen rato sin hacer ruido y mi abuela se
quedó dormida. Pato se me quedaba viendo muy raro, nunca un niño me había visto
así, se me acercó y me dio un beso. Una sensación de vergüenza y culpa me llenó
el corazón. Yo creía que cuando te besaban se sentía bonito. Me quedé helada.
¿Qué se supone que debía hacer?, ¿darle las gracias?, ¿darle una cachetada?,
¿ir y contarle el chisme a doña Chole? ¡Las nalgadas que me iba a dar!
No hice nada. Me quedé
callada y recogí mis juguetes. Nunca le reclamé nada a Pato y cuando crecimos
le dejé de hablar. Me robó mi primer beso.
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