Por: María Dennisse García Ramírez.
Creo que nunca he hablado demasiado. Me gusta el silencio y la comodidad de su arrullo. Sueño, pienso y despierto en la falta de sonido. Nunca me ha gustado ni la música, ni el trino de los pájaros, ni el sonido de las hojas y ramas al caer. Tampoco los pasos de la gente, o la lluvia al descender. Ni siquiera soporto la leve nota de mi respiración.
Hablar es herirme a mí mismo, no de muerte, pero casi.
Antes... antes tampoco conversaba mucho, pero podía
escuchar tranquilamente el rasgar de una pluma, el suspiro de una hoja al caer,
o el pequeño movimiento del rostro al sonreír.
Podría adjudicarle la agudización de mi problema a mi
repentino odio por el mundo y lo que hay en él, o a aquel momento decepcionante
en la cumbre de mi juventud. Hay tantas cosas entre las que dudo, que al final
creo que sí sé la razón, pero prefiero no recordarlo. A veces siento un vuelco
en el pecho, un golpe sordo más allá de la piel, me encojo y casi lloro.
Recuerdo risas, llantos, carcajadas, sollozos; gritos jubilosos, silencio...
Ocasionalmente veo un rostro que creo no conocer, pero
cuando observo sus ojos, labios, nariz y garganta, sé quién es, y el dolor me
paraliza.
He llegado a oír mi propia voz diciendo palabras que no
recuerdo haber pronunciado. Cuando las escucho, la lengua se me enrolla y la
garganta se me cierra.
Otras veces, interrumpo la paz bendita de mi silencio al
despertarme, cuando de mi boca se escapan temblorosas palabras de amor.
Lloro quedamente, de rabia o de pena, y no vuelvo a dormir
sin haber calmado el estrépito de mi corazón.
Me encantaría que todo tuviera fin, que pudiera quedarme
únicamente con el sonido de mi conciencia, sin escuchar más que el leve aleteo
de una libélula.
Así, tranquilo, en perfecto silencio pasarían mis días
finales, sin preocupaciones, sin dolores, sin recuerdos.
Recuerdos.
El sonido de un beso roto se cuela por mis oídos, la veo a
ella soltándose de mi abrazo. Escucho un llanto, y me percato con horror que
quien llora soy yo. Balbuceo palabras suplicantes, amorosas y dolosas con mi
voz rugosa. Pero ella no oye, se marcha, y me deja en la cacofonía de mi
abandono, solo, prisionero de mis lágrimas y mis súplicas.
Se va, y yo me quedo hecho un ovillo, bañado en agua salada,
con los oídos ensangrentados por la presión de mis lamentos.
Ya no hay violencia en mi mente. Sólo la continua llegada
de sollozos y lágrimas, gritos y ruegos.
Siento el calor de la sangre en mis oídos, como un amazonas
de color rojo oscuro. No quiero causarme más dolor al moverme.
Quiero silencio, lo quiero de verdad. Sólo deseo que esto se
acabe, que las palabras dejen de repetirse una y otra vez en mis labios, necesito
dejar de oír su despedida, dejar de verla mientras produce esos desagradables y
chirriantes sonidos con sus zapatos, dejar de escuchar el frufrú del viento
contra su vestido, cabello y piel.
Ansío que regrese, y que el sonido no se vea aumentado por
su adiós.
Ahora estoy deshecho. No sé hace cuánto tiempo que regresó
el silencio, puede ser que haya vuelto hace un día, quizá dos; tal vez hace una
hora, o quizás un segundo.
No quiero romper su frágil equilibrio con las manos al
limpiarme los ojos, o mis parpados al abrirse.
Sin embargo, abro lentamente los ojos. Silencio.
Creo escuchar a lo lejos palabras de amor. Pero no hay
nadie. Volteo a un lado y a otro, pero estoy solo.
Rodeado de silencio.
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