Todavía conservo todas las
fotos de mi juventud. Miro con nostalgia y con orgullo esa figura que solía ser
la mía. La firmeza de mis brazos, el tamaño de mi cintura, las piernas fuertes
y largas que me dieron trabajo. Aun cuando no me gustaban muchas partes de mi
cuerpo y me la pasaba matándome de hambre para obtener la figura ideal, siempre
me jacté de mis piernas.
Roso mi muslo para sentir de
nuevo la textura de las medias. Sigo poniéndomelas a diario, nunca dejé el
hábito. También sigo recogiendo mi cabello de la misma manera; son las pequeñas
cosas que todavía puedo disfrutar, ya que perdí la condición para seguir
bailando y mis huesos ya no son los mismos. Contemplo mi rostro todos los días
mientras me lleno de amargura y frustración. Por tantos años mi única meta fue
la perfección. Cada jetté y cada
pirueta debían ser bien ejecutados o si no…
Coloqué el libro en mis piernas,
han pasado casi veinte años de la muerte de don Teófilo y nunca lo había
abierto siquiera. Lo dejo caer y una foto de mi hija mayor sale de entre las
hojas. Lo abro para verla bien y hay una frase subrayada: “La perfección es una
pulida colección de errores”. Aquel hombre que nunca dijo
nada, hoy me recuerda la miseria en la que vivo; los sueños rotos que pudieron
ser cumplidos si tan solo me hubiera apoyado con sus palabras. No, igual que en
vida, las únicas palabras que salen de sus preciados libros me restriegan esa
falta de cariño.
Cierro el libro inmediatamente y vuelvo mis ojos al espejo una
vez más, enfurecida. Estiro mis arrugas, odio cada grieta en mi rostro. Limpio
mis lágrimas y tomo el lápiz labial. Hoy es la última función que daré. Debo
apurarme y estar perfecta. Debo pulir mis errores.
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