El guardagujas
Juan José Arreola
El
forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie
quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo,
y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte.
Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía
partir.
Alguien,
salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el
forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba
en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró
sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted
perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva
usted poco tiempo en este país?
-Necesito
salir inmediatamente. Debo hallarme en Tamuín mañana mismo.
-Se ve
que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es
buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio
ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo
no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile
usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda
conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor
atención.
-¿Está
usted loco? Yo debo llegar a Tamuín mañana mismo.
-Francamente,
debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por
favor…
-Este
país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido
posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se
refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías
ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden
boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los
convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen
efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan;
mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les
impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero,
¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo
equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los
rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están
sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones
actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide
que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí
algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal
vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable
vagón.
-¿Me
llevará ese tren a Tamuín?
-¿Y por
qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a Tamuín? Debería darse por
satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará
efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de Tamuín?
-Es que
yo tengo un boleto en regla para ir a Tamuín. Lógicamente, debo ser conducido a
ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera
diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con
personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de
boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos
los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…
-Yo creí
que para ir a Tamuín me bastaba un boleto. Mírelo usted…
-El
próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero
de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y
vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos
túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la
empresa.
-Pero el
tren que pasa por Tamuín, ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no
sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros
pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se
trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un
tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es
eso?
-En su
afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas
desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes
expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los
viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son
raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos
trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo
para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado
en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos
trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado
de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas
sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la
empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes
con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los
viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo
Dios!
-Mire
usted: la aldea de Fortunio surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren
fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se
gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las
obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de
esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido Fortunio,
una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios
enmohecidos del tren.
-¡Dios
mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita
usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No
crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus
capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos
escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios.
Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave
omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que
debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás,
arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir
adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y
conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa
de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan
satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente,
conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros
que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo
debo llegar a Tamuín mañana mismo!
-¡Muy
bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre
de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que
pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al
llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen
de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces
provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez
de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se
impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los
andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de
educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la
policía no interviene?
-Se ha
intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible
llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además,
los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a
proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de
esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento
de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones
de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta
de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se
les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les
rompan las costillas.
-Pero una
vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente.
Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso
de que creyera haber llegado a Tamuín, y sólo fuese una ilusión. Para regular
la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a
echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han
sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante.
Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las
decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de
aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero
son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales
de un cansancio infinito.
-Por fortuna,
Tamuín no se halla muy lejos de aquí.
-Pero
carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la
posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización
de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje
sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo
que pasa. Compran un boleto para ir a Tamuín. Viene un tren, suben, y al día
siguiente oyen que el conductor anuncia: “Hemos llegado a Tamuín.”. Sin tomar
precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en Tamuín.
-¿Podría
yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro
que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas
maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a Tamuín. No
trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de
viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué
está usted diciendo?
En virtud
del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos
espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu
constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por
hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede
tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar
una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería
aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le
obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted
lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies
en el andén antes de que vea en Tamuín. alguna cara conocida.
-Pero yo
no conozco en Tamuín a ninguna persona.
-En ese
caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones
en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la
trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos
dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No
hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la
locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en
marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los
viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso
qué objeto tiene?
-Todo
esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los
viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira
a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa
omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted,
¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo,
señor, solo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas
jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos
tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me
cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la
aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de
un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan
de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un
determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres:
“Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual”, dice amablemente
el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren
escapa a todo vapor.
-¿Y los
viajeros?
Vagan
desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por
congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en
lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales
suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con
mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un
pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El
viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de
bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas
dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su
linterna.
-¿Es el
tren? -preguntó el forastero.
El
anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta
distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene
usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡Taninul!
-contestó el viajero.
En ese
momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la
linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro
del tren.
Al fondo
del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
FIN
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