El
guardagujas
Juan José Arreola
Versión basada en
la original
Instrucción: nombrar personas, objetos y lugares de
este cuento, de manera de otorgar un sentido a la historia.
Levin llegó sin
aliento a la Estación Arkadievna que se encontraba desierta. Su gran valija,
que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con
un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el
horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el
tren debía partir.
Alguien, salido de
quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se
halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una
linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al
viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone,
¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco
tiempo en Moscú?
-Necesito salir
inmediatamente. Debo hallarme en RESPONSUM mañana mismo.
-Se ve que usted
ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar
alojamiento en la fonda Kitty, es para viajeros -y señaló un extraño edificio
ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero
alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un
cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo,
contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco?
Yo debo llegar a RESPONSUM mañana mismo.
-Francamente,
debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor…
-Rusia es famosa
por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible
organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere
a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías
ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden
boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los
convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen
efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan;
mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les
impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un
tren que pasa por Moscú?
-Afirmarlo
equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los
rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están
sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones
actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide
que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí
algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal
vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable
vagón.
-¿Me llevará ese
tren a RESPONSUM?
-¿Y por qué se
empeña usted en que ha de ser precisamente a RESPONSUM? Debería darse por
satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará
efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de RESPONSUM?
-Es que yo tengo
un boleto en regla para ir a RESPONSUM Lógicamente, debo ser conducido a ese
lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría
que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con
personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de
boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos
los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…
-Yo creí que para
ir a RESPONSUM me bastaba un boleto. Mírelo usted…
-El próximo tramo
de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola
persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para
un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes,
ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que
pasa por RESPONSUM, ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En
realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos
con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio
formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido
al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de
servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas
desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes
expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los
viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son
raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos
trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo
para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado
en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos
trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado
de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas
sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la
empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes
con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los
viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la
aldea de Dolly surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en
un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta
los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas
conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas
amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido Dolly, una
aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios
enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no
estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir
templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que
faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de
sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las
páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje
de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los
constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un
abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los
pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su
enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en
hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener
en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio
que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente,
conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros
que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo
llegar a RESPONSUM mañana mismo!
-¡Muy bien! Me
gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de
convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase.
Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar
un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la
fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan
accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir
ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden
para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes
de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de
educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no
interviene?
-Se ha intentado
organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada
de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los
miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger
la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda
todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo
especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad
y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar
un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les
proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les
rompan las costillas.
-Pero una vez en el
tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente.
Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso
de que creyera haber llegado a RESPONSUM, y sólo fuese una ilusión. Para
regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve
obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura
apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna
ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el
engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en
ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de
la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en
el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, RESPONSUM
no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos
por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la
posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización
de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje
sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo
que pasa. Compran un boleto para ir a RESPONSUM Viene un tren, suben, y al día
siguiente oyen que el conductor anuncia: “Hemos llegado a RESPONSUM”. Sin tomar
precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en RESPONSUM
-¿Podría yo hacer
alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede
usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras.
Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a RESPONSUM No trate a
ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y
hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted
diciendo?
En virtud del
estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías,
voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu
constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por
hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede
tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar
una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería
aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían
a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe,
consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén
antes de que vea en RESPONSUM alguna cara conocida.
-Pero yo no
conozco en RESPONSUM a ninguna persona.
-En ese caso
redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el
camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de
un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que
crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser
débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen
creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo,
el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar
cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto
tiene?
-Todo esto lo hace
la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de
anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día
se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya
no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha
viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, solo
soy guardagujas. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco
aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni
tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los
trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de Paradisum, cuyo
origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben
órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones,
generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar.
Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: “Quince minutos para
que admiren ustedes la gruta tal o cual”, dice amablemente el conductor. Una
vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan
desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por
congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en
lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales
suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con
mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un
pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo
sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de
picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un
brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren?
-preguntó el forastero.
El anciano echó a
correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió
para gritar:
-¡Tiene usted
suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡Levin! -contestó
el viajero.
En ese momento el
viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna
siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del
tren.
Al fondo del
paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
FIN
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