Celina María Alfaro Pérez Molphe
Llevaba quince minutos viendo el ventilador moverse en el techo,
tambaleaba y podía asegurar que las aspas estaban llenas de polvo y bichos
muertos. El ruido que hacía el aparato casi opacaba la música que sonaba en el
fondo, planeando ser calmante para los que esperaban a entrar con el médico.
Odiaba las salas de espera, siempre olían a sintético, asqueroso.
Una persona dos asientos a la derecha movía su pierna en un horrible tic
que le hacía querer tomar una revista y golpearla hasta que dejara desplazarse
en ese desesperante vaivén. Frente a ella una madre observaba con hastío a su
pequeña hija que corría por la sala de espera, creando un chillante contraste
entre las blancas y opacas paredes y la colorida ropa que llevaba puesta; si
entrecerraba sus ojos podía imaginar que la que trotaba por el lugar era una
piñata, justificando sus ganas de pegarle. Un hombre que tenía un libro en sus
manos, observaba a todos con intensidad y parecía sonreír de vez en cuando,
escondía su rostro con un gorro que llevaba puesto, pero por lo que podía
alcanzar a ver era algo joven.
La secretaria mordía una pluma mientras enredaba en sus dedos el cordón
del teléfono, hablaba de manera rápida con alguien del otro lado de la línea,
ignorando a las personas que esperaban en el lugar.
Dejó caer su cabeza de lado y sus
ojos cayeron en la puerta tras la cual debía estar el médico que los hacía
esperar como si se sintiera algún tipo de dios, detestable, presuntuoso y sin
conocerlo ya lo despreciaba.
Regresó su mirada al ventilador, repugnada por lo que encontraba cada que
movía su vista alrededor de la sala, como los ridículos cuadros de paisajes,
plantas y frutas que colgaban en las paredes.
Cerró los ojos cansada de tanto movimiento e intentó concentrarse en la
música de fondo, clásica, no podía reconocerla, no tenía conocimientos en esa
área. Si bloqueaba los demás sonidos podía dejar de existir, por un instante ya
no era prisionera de cuatro paredes aburridas, y el sudor que caía por su
cuello no molestaba. Nunca antes había escuchado sin hacer nada más, al inicio
fue relajante, pero su mente comenzó a colar pensamientos que no eran bienvenidos.
Su corazón palpitaba con tal fuerza que consideró la idea de que pudieran
romper sus tímpanos, los cuales sangrarían hasta drenarla. De pronto se sentía
inmóvil, ajena a lo que sucedía fuera de su cabeza, aletargada. Creía
encontrarse melancólica, porque era su suerte entrar en un trance de melancolía
en una sala de espera y el sentimiento pesaba sobre sus hombros, curvándola; y
la música sonaba con más fuerza, como si ella se encontrara sentada en el
centro de la orquesta, podía sentir los instrumentos vibrar sobre su piel.
El clímax se acercaba, el trepidar del sonido le hacía saberlo, sentía
algo horrible subir por su garganta, como si trepara ayudándose de largas uñas.
El saber su destino era aterrador, el miedo le hacía marearse, era tajante y monstruoso.
El momento terminó de golpe cuando la secretaria gritó un nombre, abrió
los ojos para ver como el joven del libro se ponía de pie y caminaba hacia
donde se encontraba el doctor; pero se detuvo súbitamente, justo antes de tomar
la perilla, dio media vuelta y salió de los consultorios. En ese momento ella
supo que él no regresaría, era valiente; ella cobarde por quedarse a esperar,
por regresar la mirada al ventilador sabiendo que probablemente terminaría como
los bichos que en sus aspas se encontraban.
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