Por Naomi Zareth Castillo Morán
Mayo del
2005. La idea
volaba constantemente sobre mi cabeza y a mí me gustaba alimentarla, yo tuve la
culpa de que hiciera su nido. Cuando tenía diez años veía mis fotos de bebé y
estaba convencida de que esa no era yo. Había algo diferente en los ojos de esa
en el retrato sobre la chimenea, el cabello también era diferente. Hoy sé que
es normal que los colores y las texturas cambien conforme uno envejece, pero en
ese entonces para mí era bastante extraño. “No soy yo” —me decía a mí misma.
Un día
que mi mamá me llevó al parque y reuní el coraje para preguntarle, me vio a los
ojos con desconcierto; nunca antes había visto tanta tristeza en sus ojos. Fue
como si yo la hubiera traicionado o como
si todos esos años de amarme y cuidarme no me hubieran bastado para entender
que ella era mi mamá, mi mamita. Y es que ella nunca me hizo dudarlo, ella
siempre lo demostraba; cuando me tocaba recitar poesías sin sentido ella estaba
ahí para aplaudir aunque las palabras se trabaran en mi boca; cuando me vio
bailar en mi cuarto por la ventana y sin decir nada me tomó de la mano y me
llevó a mi primera clase de ballet. Tal vez no decía “te quiero” con todas sus
letras, pero eran esos momentos los que me hacían saberlo.
No, ella
nunca me hizo dudarlo. Fue ese señor que nunca estaba: don Teófilo. Si me
preguntan sobre mi padre, no sé qué responder. Trabaja en el colegio. Tiene más
hijos. Le gusta fumar puros habanos. Es todo lo que me dejó saber de su vida.
Pero es
que ni siquiera nos parecemos. Cuando mamá murió y él no tenía más opción que
llevarme con él al trabajo, me pasaba observando mi rostro y el suyo a través
del espejo sucio que había junto a la puerta. Sus ojos son claros, los míos
oscuros; mi piel es pálida y llena de pecas, la de él apiñonada y con verrugas.
Él es duro y frío con la gente cercana, extrovertido y gracioso con sus colegas
de trabajo, y deprimente cuando está solo.
Me enteré
que tenía más hijos y me alegré mucho, siempre quise tener hermanos, pero él me
gritó por haber esculcado entre sus cajones y me dijo que ellos y yo nunca nos
conoceríamos. Estaba avergonzado de mí seguramente. Más tarde me di a la tarea
de investigarlos y resulta que todos son médicos, abogados o arquitectos. ¿Qué
iba a hacer el viejo con una bailarina en la familia? Se enojaba hasta por mis
alergias. Es por eso que nunca me quiso. Yo era diferente a él. No me gustaba
jugar con los hijos de sus amigos, tenía problemas para aprender en la escuela
y sobre todo, lo mío, lo mío, era la danza. Pobrecito de don Teo, le salió una
hija buena para nada.
Mayo del
2001. Me
encantaba salir al patio y columpiarme mientras el aire tibio salpicaba mis
brazos. Nunca aprendí a brincar la cuerda, a andar en bicicleta o en patines,
pero me gustaba ver a mis vecinos hacer todas esas cosas desde el jardín de mi
abuela. Cuando mi padre no podía llevarme con él a su oficina, me dejaba al
cuidado de su suegra, una señora enojona pero muy chistosa de cabellos blancos.
Doña Chole era ciega y se enojaba porque yo no hacía mucho ruido cuando jugaba,
así que pensaba que le hacía travesuras.
Un día en
mi cumpleaños, me enseñó a hacer un pastel. Le dijo a la vecina que me ayudara
a prender el horno y todo lo demás lo hice yo sola. Me dijo: “yo solía hacerles
sus pasteles a tu mamá cada año en forma de conejo, era su favorito; no puedo hacértelo
a ti porque ya no veo pero te daré la receta y ese será tu regalo”.
El conejo
quedó algo deforme pero hasta eso, muy sabroso. Me encantaba el olor a vainilla
y coco que se desprendía de la cocina mientras el pastel se horneaba. Se
suponía que mi papá llegaría de trabajar a las ocho y me llevaría a comprar mi
regalo pero no llegó. No tuve fiesta ni nada, “los seis años no son gran cosa”
—me decía mi abuela— “espérate a los quince y ahí sí le pides todo lo que
quieras”.
Estuve
jugando un rato a “las comiditas” con Pato, el hijo de la vecina. Tenía que
presumirle que ya sabía hacer un pastel. Nos quedamos un buen rato sin hacer
ruido y mi abuela se quedó dormida. Pato se me quedaba viendo muy raro, nunca
un niño me había visto así, se me acercó y me dio un beso. Una sensación de
vergüenza y culpa me llenó el corazón. Yo creía que cuando te besaban se sentía
bonito. Me quedé helada. ¿Qué se supone que debía hacer?, ¿darle las gracias?,
¿darle una cachetada?, ¿ir y contarle el chisme a doña Chole? ¡Las nalgadas que
me iba a dar!
No hice nada. Me quedé callada y
recogí mis juguetes. Nunca le reclamé nada a Pato y cuando crecimos le dejé de
hablar. Me robó mi primer beso.
Mayo del
2010. Se me
entumieron las piernas y me sudaban las manos. La salita de espera era diminuta
y estaba tan ansiosa que mordía mis uñas, me acomodaba los tirantes, me
tocaba el peinado, me veía en el reflejo del cuadro de flores frente a mí. Oía
todo: el chicle de la recepcionista, el piano que tocaba dentro del estudio, la
respiración pesada del chico que estaba a mi lado esperando su turno. Tenía
tanta hambre, mi despertador no sonó y no comí bien. Tomé un sorbo a mi café y
me quemé. ¡Ah! Llamaron mi nombre, seguía yo.
Nadie
había volteado a verme. Las cuatro personas del jurado estaban tomando
anotaciones o en sus teléfonos celulares, quejándose en Facebook de todas las horas que tenían que
aguantar a bailarines púberos sin talento desfilando frente a ellos. Me
distraje de nuevo. “¡Concéntrate, María!” —me gritaba mentalmente. No es tan
difícil, lo he practicado por meses. Debe salir perfecto; la música sonó y mi
alma se separó de mi cuerpo por un segundo. Regresó y comencé.
Sentía
cada músculo contraerse, cada vello erizarse y no podía disfrutarlo. Estaba tan
sumida en que los movimientos fueran precisos que me olvidé de todas esas
emociones que me llenaban el corazón cada vez que bailaba. Esto no es arte,
esto es rutina. El dolor en mis pies era insoportable, como cuchillos
pequeñitos enterrándose en mis dedos. No me había pasado nunca, disfruto tanto
la danza que el dolor viene hasta después, siempre. ¿Por qué pasaba esto? Terminé
y el aire abandonó mi pecho junto con cualquier esperanza del futuro.
“Una vez
más, con emoción”. ¿Qué pasa? Mis oídos zumbaban. “Una vez más, por favor”.
Respiré hondo y la tensión se desvaneció. Entre tanto afán no me había percatado
de lo lindo que era el estudio. Era enorme y la luz entraba desde las ventanas
de arriba y se reflejaba en los espejos que cubrían tres paredes completas. Por
un momento todo era tan silencioso, ya no escuchaba el lápiz contra el papel de
los jueces, ni la respiración de nadie, sólo la mía y era regular; los nervios
se habían ido. Me preparé para comenzar de nuevo, estiré mis brazos y mi
espalda tronó pero sin dolor alguno. Nada dolía.
Mayo del
2013. Tenía
tantas ganas de que alguien me abrazara y me dijera cosas tiernas al oído. Más
que eso, quería creérmelo. Quería creer que podía sentir cosas buenas, no nada
más dolor. Quería creer que había algún lugar más allá del pueblo donde crecí,
donde tendría más oportunidades de conocer gente distinta, de sentirme libre y
hacer con mi vida lo que me diera la gana.
Tenía
tantas ganas de cumplir mis sueños y continuar en la compañía nacional. Era
disciplinada y realmente me esforzaba por destacar. Tres años me duró el gusto. Creí que estaba
siendo inteligente. Que por fin estaba tomando buenas decisiones. Que la vida
de incertidumbre había muerto junto con ese señor que resultó no ser mi padre
después de todo. No tenía idea de qué iba a hacer con mi vida ahora.
Ya no había nadie a quién acudir. Aun y cuando él no era mi verdadero padre,
por lo menos sabía que había alguien ahí, de adorno. La cara que hubiera
puesto.
Eduardo
se robó mi juventud y mi belleza. Lo conocí en la compañía. Llevaba cinco años
bailando allí y era el más grande. Me tomó por sorpresa. Tenía talento y no
sólo en el escenario, aunque se robaba los aplausos de todos, las flores y las
sonrisas, su talento más poderoso era seducir a las recién llegadas.
Cuando
bailas para vivir siempre estás compitiendo por ser el mejor. Entrar a la
compañía es lo más fácil pero nunca me lo dijeron. Mantenerte y ascender es lo
complicado. Primero eres estudiante, si tienes suerte o conexiones puedes
llegar a ser parte del cuerpo de baile y si te acuestas con el director puedes
ser prima ballerina. Yo
tuve suerte y en menos de seis meses entré al cuerpo de baile y me asignaron a
Eduardo como pareja para una variación de Coppélia.
Era el mejor de todos y todos querían que él fuera el siguiente bailarín
principal de la compañía.
Me
endulzó la vida. Me llenó de regalos y momentos que parecían especiales. Lo
típico. Un año después de conocerlo, don Teo murió y Eduardo estuvo a mi lado,
haciéndome creer que podía contar con él en las malas. Le abrí mi corazón como
un libro y el leyó cada página aparentando interés. Cuando necesitaba
refugiarme de la realidad podía contar con que él estaría ahí para mostrarme
cosas nuevas y dejarme tomar un trago del sueño en el que vivía. Todo en su
vida era perfecto. Yo codiciaba ese tipo de perfección, era mi único anhelo. Pero las alas eran prestadas y yo volé muy cerca del sol.
Mayo del
2030. Todavía conservo todas las fotos de mi juventud. Miro con
nostalgia y con orgullo esa figura que solía ser la mía. La firmeza de mis
brazos, el tamaño de mi cintura, mis piernas; aun cuando no me gustaban muchas
partes de mi cuerpo y me la pasaba matándome de hambre para obtener la figura
ideal, siempre me jacté de mis piernas.
Rozo mi
muslo para sentir de nuevo la textura de las medias. Sigo poniéndomelas a
diario, nunca dejé el hábito. También sigo recogiendo mi cabello de la misma
manera; son las pequeñas cosas que todavía puedo disfrutar, ya que perdí la
condición para seguir bailando y mis huesos ya no son los mismos. Los huesos de
los bailarines se desgastan con mayor rapidez que los de una persona común.
Contemplo mi rostro todos los días mientras me lleno de amargura y frustración.
Por tantos años mi única meta fue la perfección. Cada jetté y cada pirueta debían ser bien
ejecutados o si no…
Iba a
guardar el álbum de fotos, pero antes de bajarlo vi un libro viejo arrinconado al fondo
del baúl, lo único que me dejó al morir ese hombre frío y serio, siempre
sumergido en sus letras. Yo nunca le agarré el gusto a la lectura, era
demasiado enérgica y no podía permanecer tanto tiempo sentada; necesitaba bailar,
lo necesitaba para vivir.
Coloqué
el libro en mis piernas, han pasado casi veinte años de la muerte de don
Teófilo y nunca lo había abierto siquiera, era de Benedetti. Lo dejé caer y una
foto de mi hija salió de entre las hojas que me decían: “La perfección es una
pulida colección de errores”.
Aquel
hombre que nunca dijo nada hoy me recuerda la miseria en la que vivo; los
sueños rotos que pudieron ser cumplidos si tan solo me hubiera apoyado con sus
palabras. No, igual que en vida, las únicas palabras que salen de sus preciados
libros me restriegan todo lo que me hace odiarme a mí misma.
Cierro el
libro inmediatamente y vuelvo mis ojos al espejo una vez más, enfurecida. Mi
piel me ha traicionado. Eduardo me lo repite una y otra vez: “eres joven, María.
35 años no son nada”. Estiro mis arrugas, odio cada grieta en mi rostro. Limpio
mis lágrimas y tomo el lápiz labial. Hoy es la última función que daré. Debo
apurarme. Debo pulir mis errores.
Me pongo
el vestido que le gusta a Eduardo, aquel con el que bailamos nuestro primer pas de deux, será como un
chiste negro. Deshago mi peinado y dejo caer mi cabello sobre mis hombros. Me
recuesto acomodando el vestido con delicadeza sobre la cama y espero a que las
pastillas me lleven lejos de mi propia frivolidad, lejos de este corazón cuyos
sentimientos de bondad se fueron con mi madre, lejos de esta vida de recuerdos
gratos pero no suficientes para sobrellevar lo demás. Me miro
al espejo una última vez; al fin estoy perfecta.
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