El café que reposaba en la mesa de centro se había
enfriado después de un largo rato aquel domingo por la mañana. Comenzaba
octubre con el viento otoñal que embriaga y en ese momento me encontraba
sentada en el único sofá que había tenido la suerte de conseguir en un bazar de
la ciudad de México hace unos meses. Leía Anna
Karenina y, entretenida en la lectura, había olvidado el café. Mi piso,
ubicado en Donceles en el corazón del centro histórico, era pequeño; cruzar la
puerta significaba encontrarse con una pieza donde estaban el sofá, la mesa de
centro, una mesa y dos sillas, todo usado. No tenía cocina, solo una vieja
parrilla eléctrica y unos cuantos trastes; un pequeño refrigerador que estaba
incluido en el pago de la renta y un mueble que me servía de alacena. Una
ventana asomaba hacia el exterior desde donde se podía observar a la gran
cantidad de personas que todos los días visitaban las librerías de la calle de
Donceles, donde la lectura no era costosa y con algo de suerte podías encontrar
el Poema del Mío Cid en $1.00.
Cerré por un momento el libro para observar
mi pieza y recordaba el cómo yo, una chica de San Luis, había acabado en la
capital. Justo en ese momento lo volví a escuchar. Era un ruido que cada cinco
minutos me despertaba unas emociones extrañas, difíciles de describir; siempre
pensé que tenían que ver con algo del psicoanálisis. Era como un continuo
zumbido de una gran abeja a lo lejos y era muy común escucharlos en la ciudad
de México.
Dejé el libro en la mesa de centro y me
levanté del sillón sin ponerme las sandalias. Abrí la ventana y admiré el cielo
despejado. Recuerdo que los que no son de la capital siempre dicen que el cielo
de la ciudad de México ya no es azul; pero era mentira: ese día lo era. Por el
Levante hizo los honores y apareció, por encima de los edificios. “Seguramente
se encuentra a muchos pies de altura”, pensé. A pesar de lo lejano que se veía,
pude notar el color rojo en el ala trasera.
De un tiempo para acá me gusta observar los
aviones, no sé a qué se deba, pero deseo subirme a uno. Cuando por fin lo perdí
de vista, di media vuelta y regresé al sillón. Miré un pequeño reloj que estaba
encima de un pequeño mueble donde guardaba mis pocos documentos. Eran las 12:47 horas. Me gustaban los domingos porque no debía ir al conservatorio y podía
realizar otra de mis grandes pasiones: leer; sin embargo, no podía darme el
lujo de faltar al trabajo.
Me puse de pie y entré en la otra pieza de mi
piso. Era mi habitación; lo suficientemente espaciosa para mi cama, una mesita
de noche, un clóset y un espejo. Encima de mi cama descansaba mi guitarra y a
un lado del espejo un teclado de seis octavas con partituras encima. Una
ventana iluminaba la habitación. Podía perder cinco minutos y tocar algo. Cogí
la guitarra y sin pensarlo mucho entoné “Blackbird”. La música representaba lo
bueno y lo malo de mi vida, supongo que por eso la amaba. Había decidido darle
un nombre a mi guitarra meses después de escapar de casa a los 19 años, me decidí
por “Luna Awen”. Yo también me llamo Luna.
Terminé de cantar para nadie y me dirigí al
clóset para seleccionar unos vaqueros negros y un jersey de punto fino con
cuello redondo color amarillo pastel. Me calcé los botines y me arreglé para
salir al trabajo. Minutos más tarde, me encontraba caminando por la Alameda
Central. Tenía unos minutos antes de que dieran las dos de la tarde. Trabajo
como mesera en un café frente al palacio de Bellas Artes y mientras tanto quise
observar a la gente que pasaba hacia todas direcciones.
Prendí un cigarrillo y me senté en una banca
de la alameda. Pensaba en mamá y pensaba en papá. A la mitad del tabaco un
avión más cruzaba por encima de la ciudad. Lo miré y lo miré hasta perderlo de
vista. “Algún día”, pensé. Sin apagarlo, arrojé el cigarrillo al suelo con los
destellos rojos del fuego aún vivos y me dispuse a cruzar la Av. Juárez para
iniciar una jornada más en el café.
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