Por: Jesús Orlando Robledo Iberri
Por la noche tocaba las melodías de su dulce marcha. No era
el deseo de morir sino de conquistar el que lo empujaba a bañarse después del
crepúsculo con la sangre dolosa de los que dormitan. Su movimiento era certero,
cual serpiente de cacería: el veneno que usaba eran sus notas que obligaban el
estado onírico.
Durante toda su juventud tuvo problemas con Morfeo y el
reino de los sueños. Su mundo se mezclaba, no sabía si estaba volando o
cayendo; ni en dónde estaba. Las realidades se cruzaban.
La primera ocasión, cuando descubrió aquellas notas, ni si
quiera había creído al ver los cuerpos el terrible poder que poseía. Cobijado
bajo los proyectores de sombras, se auxiliaba de ellas para reclamar lo que
nunca había sido suyo; era un ladrón de realidad. Las voces externas no se
hicieron esperar, clamando por justicia todos los días, aunque él únicamente salía
de noche.
Tener el poder de atravesar mundos, de transportar personas
a su reino, de dominar con su pensamiento las voluntades de los débiles; es una
bendición maldita. La magia de la sangre corriendo por dentro y fuera del
cuerpo llenaba de vida, la vida que anhelaba y que le era ajena. Sólo conocía
el dolor cuando lo sentía a través de los demás.
La envidia de aquellos soñadores le destruía el corazón,
los susurros asediaban sus oídos y le destruían el alma. ¿Por qué era tan
desgraciado? ¿Por qué no podría disfrutar de los gustos del mundo?
Una de tantas noches, en haces polvorientos desde las
encumbradas ventanas el asesino de la nana oscura caía una vez más, esta vez no
como cazador sino como presa. La justicia lo había alcanzado, el tiempo había
hecho lo suyo. Describiendo una trayectoria errante, el cuerpo se precipitaba
imparable a su final. Sellando por fin su deseo eterno de descansar.
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