Celina María Alfaro Pérez Molphe
Estaba muriendo.
Me lo decía la cadencia de mi corazón que disminuía a golpes dentro de mi
caja torácica, no tenía miedo, pensaba que no poseía uno y la situación en que
me encontraba me probaba lo contrario. Apreté con fuerza la herramienta que
tenía en mis manos y voltee a ver una última vez la ventana del segundo piso de
la cual había saltado.
La noche descansaba desnuda sobre mi cabeza y en ella no había nube
alguna que pudiera opacar la luz con que la luna tapaba la tierra; a pesar de
ello solo podía alcanzar a ver unos pocos metros frente a mí. Así de grande era
la oscuridad de mi cabeza que me cegaba y ensombrecía mi alma como una veladura
gris.
Llevaba ya cuatro horas gritándole a un ser supremo por piedad o un solo
segundo de su eterno tiempo y su respuesta fue silenciosa pero la entendí, los
dioses son sordos.
Limpié los cristales de mi ropa y comencé a andar descalza por la acera
de un lugar que no conocía pero recordaba haber soñado una de esas veces que me
derrumbaba después de horas de insomnio, un maldito viejo amigo que me regalaba
las peores alucinaciones. Períodos de dolores eternos pasé conversando con él,
a quien no le importaba que mis palabras se tropezaran y carecieran de sentido;
yo tenía diez años cuando comencé a tomar pastillas para dormir.
Los doctores no comprendían que podía hacer que una niña de esa edad
pasara noche tras noche en vela y no les importaba que yo les dijera que era
porque alguien sin cuerpo tocaba con fuerza la cabecera de mi cama.
Hacía frío y lo sabía porque de mi boca salía ese vapor con el que de
pequeña me gustaba jugar a que fumaba, pero no podía sentirlo, mi cuerpo ya no
sentía nada, era como si estuviera en un shock eterno desde que las paredes de
mi mundo se habían tornado blancas.
Era consiente del lugar que dejaba atrás, mi cerebro no estaba tan
deteriorado como para no recordar el día en que mi madre le gritó a mi padre
que me alejara y aún podía sentir sus gruesas y sudorosas manos levantarme del
suelo con brusquedad para poder lanzarme dentro del auto.
Tengo memorias vagas esas dos personas que no son más que manchas, pero
esa nunca se irá, me visita de noche en los momentos en que me encuentro más
vulnerable; a pesar de eso, sé que en algún tiempo ellos me quisieron. Pero los
días en que mi madre susurró canciones para mí o en que mi padre me cargó en
sus brazos quedaron tan atrás que no son ni un murmullo en el tiempo que me
escasea.
Cuando llegué al oscuro pero blanco manicomio tenía trece años y fue la
última vez que vi a mis padres, en sus miradas había tanto miedo y el saber que
iba dirigido a mí en esa época me trajo mucha agonía pero ahora solo me produce
placer; se merecen ese miedo, recordarme cada día y solo poder sentir el terror
absoluto que yo les causaba.
Recuerdo haber esperado por semanas a que alguno de ellos dos pasara por
mí, imaginaba como estúpida que vería el horrible auto verde que mi padre amaba
estacionarse en el camino que se avistaba desde el área de convivencia, deseaba
que aquel apestoso lugar no fuera a ser mi destino; esperé hasta que olvidé sus
rostros y sus nombres.
Dicen los médicos que todos los días me pican como si yo fuera un
experimento que mi mente es aberrante, no lo es, solo está algo nublada y
algunas veces retumba por los alaridos o es molestada por el toc-toc que aún
escucho en la cabecera de mi cama.
Ahora solo siento cansancio, noches sin dormir apiladas sobre mis hombros
me tumban junto a un gran árbol, un cedro del cual seguramente alguien se colgó
en el pasado y rasco con ansiedad el nombre que gravé sobre mi muñeca para no
olvidar quien era, ‘Julia’, esas letras se sientan hinchadas sobre mi piel, una
escarificación que prueba que algún día fui alguien.
Cuando tenía seis años metí la mano en la pecera del salón y apreté al
inocente animal que nadaba sin conciencia alguna dentro de ella, recuerdo que
la maestra me gritó y no creyó mis palabras cuando le dije que alguien más
había tomado mi mano, que no era mi culpa. En el momento en que logró que
soltara al pez ‘Gregorio’ solo quedaban las tripas del animal esparcidas entre
mis dedos y esa para mi era una imagen hermosa, ahora entiendo que siempre
adoré la fugacidad de la vida. Mientras me arrastraba a la oficina del
director, subí mis pequeñas manos a mi nariz y las olí varias veces hasta que
en mi mente se grabó esa hedionda muerte.
Cuando me pedían que les explicara porque me comportaba de una manera tan
aterradora, les decía que si observaban bien de mi piel podrían ver salir
millones de hilos casi transparentes conectados a una nada que me movía y me
controlaba. Podía verlos a la perfección desplazarse dentro de mí como gusanos
escarbando mi carne y alimentándose de mi autonomía, si fijaba la vista unas
manos carcomidas y putrefactas tomaban con cuidado los hilos y los jalaban
hacia ellas pero nunca supe a quien pertenecían.
Por eso arañaba mi cuerpo con desesperación, quería arrancar una de esas
cadenas que se adherían a mis huesos para poder probar que no era mi culpa,
rasgaba con cuidado los pedazos de dermis que podía separar y esperaba con
ansias que en alguno de ellos se quedara pegado un hilo.
La deidad de una tierra desconocida me había abandonado a mi suerte,
regalándome a un titiritero para que hiciera con mi persona lo que él deseara y
no importaba que obligara a mi garganta sangrar suplicando y prometiendo que yo
podía sola, los dioses son sordos.
Esos dioses malditos, indiferentes y crueles que me bendijeron con un
cerebro consumido y defectuoso y ese miserable toc-toc que me impedía dormir.
Apreté con fuerza mi cabeza enterrando mis uñas en el cabello enmarañado
que hacía años que no veía, había algo pegajoso entre mis dedos y cuando los
baje para poder verlos me di cuenta que un líquido rojo con olor a óxido
escurría de ellos, pero no olía a mi sangre.
Mis dientes titiritaban con tal fuerza que podía sentirlos quebrarse y el
dolor de mi quijada subía hasta posarse en mi cabeza haciendo que explosiones
de luz nublaran mi vista.
Una noche que pude escapar de mi cuarto, a dos años de que me abandonaran
en el lugar, me colé en la habitación del doctor Andrade, un hombre que me
obligaba a contarle sobre mi miente pero que no me creía cuando le hablaba
sobre los hilos y las manos, abrí uno de sus cajones y encontré el nombre que
estaba gravado en mi muñeca en un folder amarillo.
Había nacido muerta, ese era mi diagnóstico, una extraña enfermedad en
que una bacteria se come mi cerebro poco a poco como si lo saboreara hasta que
solo quede una carcasa de cráneo; no hay cura.
Al parecer el encierro es el tratamiento.
Tenía dieciséis años y me negaba a morir por una bacteria que sacaba
hilos de mi cuerpo, yo la mataría y le probaría a todos los que me abandonaron
a mi suerte que si había cura.
Ya no tenía nada que perder, había sido un ser fugaz y no había nacido
muerta pero mi vida llegó a su fin en el momento en que mis manos aplastaron a Gregorio
y solo podía pensar en oler mis dedos.
No sé si era yo, la bacteria o las manos que hacían el toc-toc quienes
guiaban el destornillador a mi oreja pero reí por primera vez cuando lo sentí
enterrarse dentro de mi cráneo y pude comenzar a ver como la bacteria escapaba
bajando por mi hombro y mi brazo.
Comencé a sentir un dolor en el pecho que subía a mi garganta haciéndola
nudos, quería llorar pero de mi ojos solo salían copos de nieve enfriando mis
mejillas, los dedos que sostenían el destornillador se entumecieron y quise
gritar de nuevo por la injusticia que se me había obsequiado.
Ya era muy tarde cuando me di cuenta que nunca me pertenecí, que yo era
las manos que sostenían los hilos y que había matado a mi juguete, estaba sola,
veía con intensidad desde alguna parte de la acera al cuerpo gélido de Julia y
no era más.
No quedaba que salvar cuando entendí que solo estábamos Julia, el
toc-toc, mis hilos y yo.
¿Quién era yo?
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