Esclavo del silencio
César Alejandro Cantú
Olivares
Aquella mujer altiva en su caminar y de una
beldad inigualable: su cabello de fuego y su piel de nieve; en sus ojos se
contaba la historia de su vida, una historia no de sufrimiento, sino de
constante lucha ante las adversidades, lo que tal vez formó su carácter un
tanto frío y reservado, como si guardase en algún cajón, en lo más profundo de
su corazón, recuerdos que preferiría olvidar; mas en su sonrisa se reflejaba un
carácter más fuerte que el de su vista, un carácter más amable, alegre y con
esa carga de inocencia innata de las mujeres bellamente divinas; con un cuerpo
esculpido por el mismísimo Zeus, desde su delicada frente, descendiendo por su
faz inconmesurablemente hermosa, pasando por sus sutiles hombros, bajando por
los brazos hasta llegar a sus frágiles dedos; su suave torso bien moldeado, con
sus montañas y valles que llegaban hasta sus piernas, largas como dos cascadas
de agua limpia y purificada, sus tobillos finos unidos de forma leve a sus
vaporosos pies que en su manera de andar la hacían flotar sobre la tierra, como
si los elementos que la conformaran no tuvieran nada que ver con esa materia
densa que conforman a las mujeres comunes y corrientes. Aquella mujer, la misma
que ahora tendré la desdichada fortuna de ver, agonizando en esta cama de
Hospital, siempre fue para mí el mayor tesoro jamás conquistado por nadie.
Desde
que la conocí en la Facultad me llamó la atención con solo verla, y la vista,
como flecha de Apolo asaeteando a los cíclopes aliados de Zeus, perforó mi
pecho fulminándome el corazón y encendiendo en mí alma un Amor que no pudo ser
más que un eterno silencio. Siempre he sido tímido, poco osado y un tanto
solitario, por lo que me resultaba muy difícil hablarle, y si lo hacía,
solamente eran cosas concernientes a nuestras materias de la carrera que
cursábamos juntos en la Facultad.
Pasaron
los años y ella nunca me trató con desdén, es más, algunas veces me llegaba una
extraña sensación que me indicaba con más o menos fuerza que ella también sentía
algo, aunque fuera mínimo, por mí, luego descubrí que sólo eran ideas mías, ya
que ella era amable e inocentemente bella por naturaleza y que no trataba a ningún
mortal con preferencia, aunque a veces, yo mismo refutaba y contra refutaba
esta teoría, aferrándome a la idea de que sí me amaba. Así, en este vaivén,
viví mi vida universitaria sin siquiera poder decirle nada acerca de mi gran
amor, cegado por la esclavitud del silencio.
Siempre
que tenía alguna duda (que muchas de las veces no la tenía, sino sólo me
servían de pretexto para acercármele) me respondía con la mayor amabilidad
propia de las Cárites, y siempre con esa sonrisa inocente y hermosa que aún, en
estos últimos y miserables días de mi vida, recuerdo; también, recuerdo que
amaba tanto el arte como yo. Nos graduamos y la veía muy esporádicamente, pues
ambos éramos investigadores muy ocupados.
Llevo
aquí casi un mes y el tratamiento no da resultados, he comenzado a creer que mi
enfermedad no tiene remedio. Hay veces en las que me llegan recuerdos de mi
infancia, no sé por qué ahora me pongo nostálgico y revivo aquellas épocas en
las que no trataba con indiferencia a mi hermano menor, sino que lo apoyaba y
jugábamos hasta bien entrada la noche:
“Recuerdo
que llegábamos de la escuela a casa y la atravesábamos, desde la entrada,
pasando por la sala, y en la cocina, mientras pasábamos se respiraba el olor de
la comida que mi madre preparaba a fuego lento en la estufa: “¡Guácala, otra
vez calabazas”, pensaba en lo que llegábamos al fondo de la casa donde se
encontraban las escaleras. Subía con ligereza cada peldaño de la escalera con
mi hermano pequeño detrás de mí; desde ese momento comenzaban nuestras
aventuras: primero imaginábamos que éramos náufragos que debían encontrar,
presto, tierra firme, pues a lo lejos se visualizaba la aleta en el lomo de uno
de dos animales marinos posibles, bien un delfín o mal un tiburón:
-Apresúrate,
hermano, nada más rápido, he visto una isla al frente.
-Ya
no puedo más, estoy cansado y tengo mucho miedo. –Me respondía.
Yo
para animarlo le decía que la creatura marina que nos asechaba era un delfín
que venía en nuestro auxilio. De pronto, con ayuda del delfín, llegábamos a la
puerta de nuestro cuarto, entrábamos en él e inmediatamente nuestro sentido del
olfato percibía un olor a limpio, como a aromatizante; mi madre había hecho la
limpieza.
Llegábamos
nadando hasta nuestras respectivas camas. No éramos más unos pobres náufragos,
sino unos bizarros y aguerridos capitanes de piratas y éramos enemigos:
-¡Pero
qué veo con mi ojo vivo, mi más grande rival en todos los siete mares, “Barbas
Sucias”! –Decía mi hermano cerrando uno de sus ojos- nos volvemos a encontrar
por estas turbias aguas, ¿no habrás llegado al tesoro de las Sirenas antes que
yo, o sí?
-¡Ja-ja-já!,
–reía yo estrepitosamente- ¡Arg! Como siempre, Ojo Muerto, llegas tarde, el
tesoro de las horribles Sirenas ahora es mío, sólo tuve que entregar a la mitad
de mi tripulación, pero nada vale más que mi preciado oro. Este tesoro es todo
mío y no puedes hacer nada al respecto.
-Eso
lo veremos, verás que te arranco la única mano que te queda. ¡Artilleros! –gritaba
mi hermano- preparen los cañones, ese Barbas Sucias tiene nuestro tesoro. El
muy sinvergüenza nos hizo el magnífico favor de entregar a las Sirenas su
tripulación por nosotros, ya no debemos sacrificaros, mas debemos pelear si
queremos que sea nuestro. ¡Preparen sus armas!, arribaremos su barco en cuanto
estemos cerca. Esperen mi señal para el ataque, ¿listos?, ¡ahora!, ¡fuego! Entonces
tomábamos las almohadas como balas de cañón y comenzábamos la trifulca
disparándonos suaves proyectiles de plumas, después, brincaba hacia mi barco,
tan pronto como lo hacía, comenzábamos a pendenciar con lo mismo que nos servía
de balas y, justo en el momento en el que iba a cortarme la otra mano,
escuchamos el grito de:
-¡Niños,
a comer!
-Ya
vamos –contestábamos a una sola voz y regresábamos al mundo real.
-¿Cuando
terminemos de comer jugamos a la lucha libre? –me decía mi hermanito.
-¡Claro
que sí, podemos jugar todo el día, porque es viernes y mañana no hay escuela!” Ahora él se encuentra muy lejos del país, realizando sus
viajes de negocios, tan mal lo he tratado desde que entré a la preparatoria que
hace algunos años declaró que él era hijo único. Estos pensamientos no me
permitieron dormir bien aquella noche, pero no era sólo por eso, porque desde
que entré en ese Hospital, cada noche se volvía muy difícil dormir; además de
que en las noches olía como si algo se estuviera pudriendo, y, si conseguía
dormir, tenía siempre el mismo sueño terrible de siempre:
“Todo
es oscuro, excepto una pequeña porción de espacio que se ve iluminada por una
blanca e intensa luz diáfana que deja ver a un individuo sentado en el suelo
abrazando sus piernas y con la cabeza agachada entre sus rodillas. Está
sollozando, casi que cae en un doloroso y tormentoso llanto… está solo.
El individuo comienza a pararse y la
luz a expandirse poco a poco, como en el amanecer, por todo el espacio, ésta
deja de expandirse cuando ilumina a un cuerpo femenino, con sus valles y
montañas perfectamente dibujadas, delicada creación divina, sutil felicidad del
hombre, frágil ser de hermosa vida. El hombre ha cesado de sollozar, ya no está
solo.
Ambos seres se miran y caminan hacia
donde el otro se encuentra mientras la luz cambia su tono por una rojo intenso,
un rojo apasionadamente iluminador del espacio, un rojo fuego… de pronto,
apenas alcanzan a rozar las yemas de sus dedos, cuando una fuerza extraña jala
a ambos individuos y los regresa al lugar del que empezaron a caminar, y la luz
se torna, aunque iluminaba el espacio, oscura, desasosegada, triste. El espacio
vuelve a estar oscuro, salvo la parte que lo ilumina a él. El cuadro se abre y
se descubre que la mujer está en la misma situación: rodeada de oscuridad, mas
una luz blanca iluminando el lugar que ella pisa, ambos miran, de entre la
negrura, hacia la dirección en que se encuentra el otro. El tipo vuelve a sentarse,
coloca la cabeza entre sus rodillas, esta vez el llanto es inminente, estaba
solo.” Es como si alguien me quisiera recordar que ese siempre ha sido mi mayor
y verdadero temor, el estar solo, el no tener a nadie que me quiera, todo por
mi actitud de misantropía, solitaria y tímida: rechazaba a mi hermano, a mis
padres, y sobre todo, a la única persona con que me interesaba convivir nunca
tuve el valor suficiente para declararle mi gran amor por ella, como si ese
amor fuera directamente proporcional a mi aversión por la humanidad. Ahora,
mírenme, en esta cama: moribundo, triste, solo.
La
enfermedad que afecta las células de mi cuerpo, gracias a haber sido un fumador
empedernido, está en una fase muy avanzada, por lo que inevitablemente, dice el
doctor, moriré en un par de días. Estoy esperándola, aquí, recostado en esta
cama de Hospital, he pedido como última voluntad antes de mi muerte que por
favor la trajesen para hablar con ella y convertir en música armoniosa aquel
eterno silencio. Dicen que viene en camino y que pronto estaremos juntos. Me
siento emocionado, por primera vez en mi vida me siento alguien valiente,
alguien capaz de expresarse, alguien fuerte, la veré, no hay nada más que me
importe, ni siquiera la muerte… sí, la voy a ver. Pasan algunas horas y
pregunto impaciente y alterado a la enfermera:
-Disculpe,
enfermera, ¿aún no llega la señora a la que espero?
-Permítame
un momento, señor, preguntaré en la sala de espera si ya ha llegado la persona
a la que espera, ¿cómo dice que se llama?
-Angerona,
ella se llama Angerona.
La
enfermera salió de la habitación y regresó a los quince minutos, la respuesta
fue negativa, aunque sí me dio una explicación. Dijo que se le había complicado
la visita porque le surgió un evento inesperado, y es que su hermano había
sufrido un ataque de pánico, y ella era la única que podía calmarlo, sin
embargo, que se presentaría mañana a primera hora de visitas.
Aquella
noche, como de costumbre, no pude dormir pensando en que la muerte estaba cerca
y que yo seguía siendo esclavo de mi solitario silencio. Debía decirle a esa
bella mujer lo mucho que la he amado desde aquel instante que con la vista me
flechó. Me dieron unas pastillas, me tomé un té y dormí hasta que mi cuerpo
quiso. Cuando desperté, lo primero que vi fue un ramo de flores en la mesita de
al lado de la cama y una nota que decía: “tranquilo, regreso más tarde”. No
decía quién las había mandado, pero yo lo suponía. Lo único que pude hacer
después de esto fue sonreír a la par que unas cuantas lágrimas corrían
humedeciendo, tristes y salinas, mi faz. Desplegué las cortinas, quería ver el
Sol, pero estaba lloviendo fuertemente sobre el gris del pavimento, olía algo a
podrido, se lo acredité al olor de la lluvia, después descubrí que eran las
flores; esto no logró desanimarme del todo, aunque tenía un mal presentimiento.
De pronto, volteo hacia la puerta de la habitación y veo la silueta de una
mujer entrar y un frío inexplicable recorrió mi cuerpo, no pude hacer nada,
empecé a toser sangre, me desmayé.
Cuando
desperté, ella sujetaba mi mano, me dolía todo el cuerpo, intenté decirle lo
que siempre había callado, no pude, mi garganta estaba muy acabada por el
cáncer, ella me dijo: “no temas…” lo demás no alcancé a escucharlo, morí…
FIN
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