Adonai Uresti
Recostada en su habitación, los sueños van cayéndosele como las hojas de aquel otoño que se termina. Los pañuelos sucios por todas partes. Tazas con café a medio beber. Los ojos hinchados y el cabello desaliñado por la falta de aseo. Se decide a leer. Dana, hace tiempo que no sale de su casa, le faltan motivos, le sobran las culpas. Lee, subraya y encierra con billet aquella frase ya casi imperceptible: “Para que nada nos separe, que nada nos una”. Entre llantos la vuelve a leer y pide disculpas a la figura que descansa en la cruz frente a su cama.
A
sus 19 años recién cumplidos, con un trabajo decente para sus necesidades, se
enteró. Había quedado embarazada. El padre era Mario, el novio de su amiga
Karla. Había sido dos meses antes en la casa del chico. Combinación de alcohol
y alguna droga que los liberó del pudor y del miedo. Él se enteró, la llamó
zorra y no quiso volver a verla. No quería problemas con Karla, la amaba, según
dijo.
Dana
no insistió. Decidió no contarle a sus padres y pensó arreglárselas sola, como
siempre. Pasaron tres meses más y en el trabajo era presa de miradas y
cuchicheos alrededor de los pasillos de la fábrica de textiles. La despidieron.
Dana se quedó sin nada. Se alimentaba precariamente y siempre guardaba el
cambio para cigarrillos. No le importaba.
Quería
a su hija, iba a ser una niña y le llamaría Martha, como su abuela. Se acercaba
la fecha para llegar al quinto mes.
Vestida
con andrajos y sin nada de dinero, no soportó más. Tomó valor, o lo que es
peor, se dejó llevar por la cobardía y el miedo. Se provocó el aborto en el
baño de su casa. Hacía tiempo que seguía un sitio en internet que explicaba
cómo hacerlo sin salir muy maltratada. Lo logró. Saldo blanco.
Para
qué traerte a esta ciudad miseria a ser la comidilla de tus compañeros en la
escuela, te preguntarán por tu padre, se burlarán de ti y de tu madre, te dirán
que eres la hija de una cualquiera. Esta ciudad, donde es mejor abortar que ser
madre soltera. No, Sandra, tú no. No lo mereces.
Lo
hice por tu bien, pequeña. Se decía a diario. Aquella frase le recordaba el
lazo que tuvo por unos meses con la pequeña: “Para que nada nos separe, que
nada nos una”.
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