Eduardo llegó sin aliento a la
estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en
extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los
rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su
reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe
dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse se halló ante un viejecillo de
vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan
pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con
ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el
tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este
país?
-Necesito salir inmediatamente.
Debo hallarme en San Luis mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas
por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda
para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un
presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino
salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto
inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo
por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar
a San Luis mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo
a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor…
-Este país es famoso por sus
ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos
debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la
publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias
abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta
para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan
las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las
estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las
irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier
manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por
esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer
una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un
tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el
suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la
obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he
visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron
abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor
de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a San Luis?
-¿Y por qué se empeña usted en
que ha de ser precisamente a San Luis? Debería darse por satisfecho si pudiera
abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa
si ese rumbo no es el de San Luis?
-Es que yo tengo un boleto en
regla para ir a San Luis Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es
así?
-Cualquiera diría que usted tiene
razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado
sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general,
las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien
ha gastado en boletos una verdadera fortuna…
-Yo creí que para ir a San Luis me
bastaba un boleto. Mírelo usted…
-El próximo tramo de los
ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona
que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un
trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni
siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por San
Luis, ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay
muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa
frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y
definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido
al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los
ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace
circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios
emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre
algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales
casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón
capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los
conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los
andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes
forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los
vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre
los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la
empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes
con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los
viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de Puebla
surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno
impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los
viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales
surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron
pronto en idilios, y el resultado ha sido Puebla, una aldea progresista llena
de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho
para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su
ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones
para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio.
Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más
gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el
maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la
línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el
maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de
ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección,
el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del
abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río
caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa
renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer
un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a
afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a San Luis
mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no
abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones.
Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de
hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un
convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la
fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan
accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir
ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden
para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes
de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de
educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un
cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes
hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese
cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida
exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo
que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo
especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad
y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar
un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les
proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les
rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está
uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le
recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que
creyera haber llegado a San Luis, y sólo fuese una ilusión. Para regular la
vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a
echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han
sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante.
Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las
decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de
aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero
son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales
de un cansancio infinito.
-Por fortuna, San Luis no se
halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de
trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted
llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles,
aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea
usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran
un boleto para ir a SAN LUIS Viene un
tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: “Hemos llegado a
SAN LUIS ”. Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan
efectivamente en SAN LUIS
-¿Podría yo hacer alguna cosa
para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no
se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al
tren con la idea fija de que va a llegar a SAN LUIS No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán
desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las
autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de
las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su
mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa.
A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan
cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla
que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted
llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el
resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa
estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor
cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea
en SAN LUIS alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en SAN LUIS a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus
precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira
usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo.
Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase
de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en
ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el
ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren
permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar
cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con
el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo
lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen
plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les
importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en
los trenes?
-Yo, señor, solo soy
guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí
de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni
tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los
trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le
he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes
misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones,
generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado
lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: “Quince
minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual”, dice amablemente el
conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren
escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio
a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en
colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos
de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan
lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le
gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en
compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un
guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese
momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a
hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el
forastero.
El anciano echó a correr por la
vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana
llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡Eduardo! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se
disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo
y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la
locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
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