Luisa Carolina López Balderas
Sentado sobre una roca, viendo pasar las
grandes, lentas nubes cruzando el cielo de donde el sol tiraba rayos hacia el
valle. Los pinos a su izquierda, que se juntaban entre ellos, casi sin dejar
que la luz toque el suelo, se sacuden lento como la hierba dorada que cubre sus
pies.
Y la roca era la más alejada de sus hermanas,
que también se reunían hacia las faldas de donde comenzaba la cuesta al monte,
que formaba parte de otros montes, y luego de la cadena montañosa.
El silencio lo reemplazó el viento al soplar
una fría corriente, que estremeció todo alrededor. Tomó suficiente fuerza para
tirar piedras y más rocas, que recorrieron la ladera hacia abajo, y el sonido
que hacían al acercase paralizó al hombre.
<<Bajando por las colinas a todo lo que
da mi pobre caballo, no escucha mis órdenes para detenerse, no entiende que
nada nos persigue. No se detiene, acelera y la ventisca golpea mi rostro cada
vez más fuerte hasta que dejo de sentirlo.
De golpes a la dura roca cubierta de nieve, a un
mudo galope que da contra la hierba. El aire se empieza a calentar, otra vez
puedo sentir mi agitado respirar, pero mi caballo no se detiene. Está aterrado,
sin ver el valle tranquilo que se abre ante nosotros. No recuerdo ya como logré
que se detuviera, si hubiéramos caído no estaría vivo, recordaría el dolor. Su
pánico apenas y nos salvó de aquellos que acechan entre las montañas a los
viajeros, pero casi nos cuesta la vida>>.
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