Por: María Dennisse García Ramírez.
Se hallaba en el ruinoso y húmedo acantilado, siempre azotado por bravos vientos que no sienten piedad ante lo endeble de las casas, formadas con madera vieja, traída por el frío y traicionero mar, aquel que un día los alimenta, y al siguiente los aprisiona en sus helados brazos de agua y alga marina. Huele el hedor de pescado podrido y abandonado que se acumula en los alrededores, y siente pequeñas gotas sacrificándose en su arrugado rostro. Dirige su fatigada mirada al intrigante horizonte, donde las olas gritan y huyen del monstruo implacable que es la noche oscura.
Largas y afiladas garras, todas faltas de luz, se clavaban
en el sereno anochecer. Cubrieron de sólido negro el pequeño embarcadero,
ocultando a las gastadas maderas de los incautos navegantes, ateridos de frío
por la helada brisa que trajo la noche inesperada.
En esa ocasión también estaba en el viejo acantilado. Había
hecho todos los encargos de su madre a tiempo para ver llegar las presas obtenidas
en el día. Examinaba de lejos los pequeños y grandes ejemplares, estableciendo
pequeñas diferencias donde nadie más las veía. Solía quedarse en el risco hasta
que todo mundo se alejara del embarcadero, y por eso se extrañó cuando vió que
los pescadores esperaban pacientemente, de cara al mar, intentando distinguir
sombras en la oscuridad.
De pronto, lo vio. Un pequeño bote de madera, no mayor que
los demás, se acercaba lentamente mecido por las olas. Tocó tierra, y dos
hombres fornidos salieron de él. Uno de ellos llevaba en brazos un largo bulto,
que parecía no pesar demasiado.
Varios pescadores se adelantaron mientras todos marchaban
en grupo rumbo al pueblo. Se detuvieron frente a la casa de su padre, y
esperaron a que su madre abriera la puerta.
El niño, casi un muchacho, corrió ladera abajo y trató de
llegar lo más pronto posible a su casa, a la respuesta de su intriga.
Patinó en el escaso lodo de la entrada, y abrió la puerta.
Aquello que le impediría seguir sus propios sueños se
encontraba sobre varias sillas maltratadas, tapadas con una vieja tela.
Veía alejarse la pequeña balsa cubierta de rojo
serpenteante, como una luciérnaga que se interna en una profunda cueva. Había
soñado durante su juventud salir de allí, de aquella playa y muelle olvidados
de la mano de Dios. Salir a otros pueblos, en los que no tendría que dedicarse
a la pesca comer, si no para tener qué estudiar.
Después de aquel día, pasaban semanas sin que se acordara
de ir al viejo acantilado, y cuando por fin iba, era como si fuera a cumplir
órdenes que no causan ningún placer. Y así le llegó el día en que su padre lo
llevó a pescar a altamar por primera vez. Cuando quiso recordar su sueño de
salir de allí, ya tenía más de veinte años y estaba a punto de casarse.
Un tiempo después,
veía la sonrisa de su esposa y toda duda de permanecer allí se disipaba.
Ahora la veía convertirse en ceniza, alejándose de él, y
dejándole con todos los remordimientos de quien vive más que el ser amado.
Su corazón se fragmentaba, y quería con todas las fuerzas
de su corazón arrugado reunirse con aquella que ahora se iba del mismo modo en
que había llegado.
Sin pensarlo más, se arrojó a las frías y triunfantes olas.
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