Adonai Uresti
Días previos a la navidad. Punto de reunión; la casa de la abuela Martha. Desde que poso mi mano en la chapa de la puerta de metal tallada por todas partes hasta que por fin la giro y la abro por completo, para después cruzarla, se siente el olor. De inmediato se cuela por mis fosas y cruza hasta la garganta un cálido aroma a ponche de frutas. La canela de los buñuelos recién hechos y aún calientes a cargo de la tía Elizabeth. Sabor a casa. Los niños gritan y brincan a grandes zancadas, crujen los pisos de madera y la abuela refunfuña.
Hora del rosario. Nunca me han gustado los
rosarios y mi mamá me pide que rece, que lo haga por favor. Lo hago. Me siento
en el regazo de mi padre. Al término de cada misterio comienza, siempre a
destiempo, el ensamble de algún villancico con los instrumentos que la abuela
previamente repartió a sus nietos, la melodía siempre comandada por el tío
Héctor. Chirriantes flautas dulces, que servían más de refugio de saliva
infantil que de otra cosa. El tamborileo de los panderos que nunca podían
encontrar un ritmo común. Yo siempre tocaba un pandero, el de cuero, realmente
olía a cuero y su sonido era el de un pandero profesional. Finalmente las
maracas (sigo sin entender el uso de las maracas en un villancico), en fin. A
todo ello se sumaba el coro de los asistentes a la posada, los tenores, los
sopranos, los contraltos, los que solo fingían cantar y, de vez en cuando, un
llorido de uno de los bebés a los que despertábamos de su sueño.
A mí
nunca me gustó rezar, se trababan en mi lengua aquellas palabras que todos
decían tan rápido y a la misma velocidad. Como si lo hubieran ensayado
previamente.
Ahora
que lo pienso, rezaba de todos modos, porque la abuela siempre decía: “Al que
no rece no le toca ponche”.
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