Por: Ana Lucía Vázquez Alvarado
El verano se marchitaba en los árboles y respiraba sus últimos
alientos cálidos en el atardecer de ocre, mientras las siluetas se recortaban
en el cielo, hechas de tinta china y carboncillo.
Sus pasos resonaban sobre su sombra alargada en la acera. Le dolían las rodillas, pero ya se había
acostumbrado a la sensación en esos días. Días en los que se levantaba del sillón
de su departamento por el simple tedio, días en los que el tiempo pasaba en las
vueltas del ventilador oxidado, en un calor sofocante que moría al anochecer.
Las calles habían
cambiado con los años, de manera lenta e imperceptible, erosionadas por el
progreso y las raíces de los árboles que rompían el cemento de las aceras para
respirar. Por lo que no parecían nuevas a pesar de serlo, y no se vio perdida
hasta que los faroles de las calles zumbaron y se encendieron con sus
sombrillas de luz ámbar.
Lucinda paseaba sola, sin prisa, caminando sin destino fijo, con toda la
intención de
perderse sin darse cuenta de ello. Fue así como llegó delante del escaparate de
una tienda vacía y olvidada, y se enfrentó a la mujer que la encaraba desde el cristal,
como un maniquí empolvado y aburrido, con una vida gris como las primeras
hebras de su cabello, que se mecían con suavidad en el aire fresco del
anochecer.
Había algo
en esa mujer que buscaba desde hace años, había algo en sus ojos que todavía no
comprendía.
Una melodía
sonó desde otra calle. Violines de grillos, aplausos, piano y cuerdas, risas
animadas y una calidez que la obligó a girarse en el momento exacto en el que
dos cuerpos anónimos daban vuelta a una esquina, girando de manera fantasmal.
La pareja reía,
embriagada de juventud, bailando en la acera como si lo hicieran en un salón de
suelos pulidos. El vestido volaba y los zapatos ni siquiera parecían rozar el
pavimento, elevados por esas risas inocentes de enamorados.
La canción
se volvió clara entonces, la recordó, sintió los acordes en la piel que se le
puso de gallina, contuvo la respiración y el dolor de sus rodillas desapareció al
observar las piernas ágiles de ella, bailando con la canción misteriosa.
–Esa
canción era mi favorita –se susurró. Aunque más bien sentía que se lo había
dicho a alguien invisible.
Se lo contaba a un recuerdo, y reconoció a la mujer y su pareja que bailaban
con desenfado.
Los reconoció
en el reflejo del aparador, los reconoció en ella misma y en esa culpa que
cargaba desde hace años en el pecho.
El cristal se llenaba de la luz ámbar de los faroles, siguiendo a la
pareja ajena en el reflejo. Ese solía ser un salón de baile, él su pareja
favorita. Sus piernas no dolían al caminar y en su cabello no había vetas de
plata todavía. Su vida era un constante embriago de luces fluorescentes y
penumbra, sonrisas tímidas y decisiones tomadas deprisa a la entrada del salón.
Lucinda.
La forma en que él
decía su nombre era suficiente para que las clases de baile valieran la pena, y
el cambio de parejas se convirtiera en una ruleta de deliciosa desesperación.
Había una mano en la suya, una que había estado por años pero que en realidad nunca había
sentido, porque se había imaginado siempre el tacto de otra.
Se miraban desde los extremos de sus vidas, tomando la mano de otro en público, pero sus corazones en la
penumbra del salón de baile. Sonrisas secretas y conversaciones de madrugada en
susurros peligrosos.
Mentiras y culpas que él
y Lucinda se callaban cuando las miradas volvían a ellos. Cuando el día
despuntaba y los misterios se marchitaban.
Era un verano extraordinario. Un verano joven en el que apenas descubría el amor, y lo distribuía con
cuentagotas entre el cerebro y el corazón.
La luz ámbar era todo lo que recordaba de esos meses. La
luz de los faroles de las calles desiertas de madrugada, donde ambos solían
pasear tomados de la mano como si ese gesto fuera peligroso.
La luz ámbar
de las escaleras del cine, en donde las películas eran mundos que de verdad podían
disfrutar. Lo mundano de su vida era maldecido por ese sentimiento idealizado
que brillaba en lo prohibido de tener las manos atadas a otras personas.
El salón
de baile en donde ambos se veían siempre, con luces que giraban por la pista
como faros buscando guiar los secretos a la superficie. Los pescaban para después
matarlos.
Lucinda bailaba con su pareja usual, la que mostraba en los reflectores,
pero no lo sentía al moverse.
Su cuerpo se había insensibilizado hasta el punto de no sentirlo suyo y poder
convocar al amante en la fantasía.
Un recuerdo que cargaba como un reflejo de sol en los rizos del cabello,
para que no se le perdiera.
Pero el anochecer llegó
en el presente, la canción terminó y los amantes jóvenes se habían marchado bailando
por la calle.
El pasado era algo que le encantaba idealizar. Porque cargaba una culpa
patética,
una culpa que nunca había llegado sentir, por la que no podía ni siquiera
llorar ya que nunca había comenzado un romance.
Se conocían,
se sonreían, y sabían con un terrorífico detalle lo que sentían el uno por el
otro, a pesar de estar unidos a alguien más.
Y la oportunidad se mantuvo bailando sola en medio de la pista,
escapando de los reflectores, esperando que alguien la tomara. Pero se quedó para siempre bailando sola.
Entonces, ¿por
qué la culpa? Si al bailar solo se miraban los pies y se sonreían cuando creían
que nadie podía verlos.
La imaginación
era su juego favorito, su cuarto de tortura.
Atrapados en un amor imaginario, Lucinda rogaba que él
la robara de esos brazos a los que no pertenecía, los brazos de una soledad sólida
que ya no la complacía.
Era un juego en el que juraban que no se querían cuando era obvio que lo hacían.
Eran dos idiotas que no creían en más amor que en el que sentían entre ellos, y por
eso lo negaron con más fuerza.
Lucinda pasó así
ese verano, jugando con los recuerdos y manipulando el presente para volverlo
una fantasía.
Pero la fantasía
era una luz que se extinguía, igual que la oportunidad. Que miraba como un faro
a la distancia para la soledad, un faro que se alejó hasta que quiso
perseguirlo cuando solo encontró oscuridad, siguiendo la estela de humo de una
vela.
Porque la verdad era que nunca habían visto ninguna película, nunca habían
hablado de frente y nunca habían siquiera bailado juntos.
Y hasta la fecha, se seguían deseando en la imaginación, tocando con la mente,
fantaseando en las madrugadas de vigilia.
Porque nunca habían sido amantes,
solo cobardes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario