Emmanuel
Martínez Rangel
I
Siempre me
gustó el olor a tierra mojada y amaba escuchar llover desde la ventana. Ella
era luz ingenua para habitaciones deshonradas y yo un vil mendigo que compraba
caricias para no matarse.
Me
contó que era una niña solitaria, quiero decir que era la menor de tres
hermanos varones, dijo que venía de una familia de abolengo de esas de las que
tienes que ir muy lejos para no conocer el apellido. Ella era una joven
solitaria, quiero decir que se la pasaba en su jardín por horas, mamá, su
madre, amaba ese jardín y fue ahí su lugar de consuelo desde que esta falleció.
Se le veía saludando a todos los arbustos de pequeña.
Con
el paso de los años solo iba a escondidas ya entrada la noche para ver las
estrellas; a veces incluso se quedaba dormida en el pasto. Era una
incomprendida, al menos por su padre al que rara vez veía. En el liceo todo
igual, excepto por Raquel, con ella todo era diferente, podía hablar lo que con
otros no, desde una pieza nueva que había encontrado de Bach entre los discos
de papá, hasta tomar de cretino a Borges, y eso que leía mucho pero siempre
renegaba y decía que Borges no disfrutaba su escritura, y Raquel que era la
biblioteca del salón se enojaba y recriminaba que por el simple hecho de no
estar a su altura intelectual no podía juzgar y menos decir aquella atrocidad.
Fueron
muy unidas durante un tiempo donde lo único que importaba después del liceo era
entrar a su alcoba con un libro a quemar sus pupilas, o quizá como otros días
solo dedicarse a ver las líneas de su techo y contarlas una a una, que siempre
eran las mismas.
II
Ella era luz
ingenua para habitaciones deshonradas y yo un vil mendigo que compraba caricias
para no matarse. La conocí como deben de conocerse los amores eternos. Ella
acababa de llegar y yo acababa de perder mi vuelo, mi junta, mi trabajo. Con la
resignación volteé a ver hacia la puerta de salida y ella estaba ahí. Hermosa
mujer distante, de aquellas que pasan como un buen libro, cualquiera le podría
tener en sus manos, pero entender, eso es otra cosa.
La
aborde como lo hace un hombre que ya no tiene nada: “He aquí que tú estás sola y que
estoy solo, Haces tus cosas diariamente y piensas, y yo pienso y
recuerdo y estoy solo”. A lo que dijiste: “A la misma hora nos recordamos algo y nos sufrimos”. Después de una carcajada de
aquellas, y lo primero serio, realmente serió fue: Que tan patético tendría que
ser hombre para que yo le haga caso, y mira que he visto de todo.
Se llamaba Karina y está de más
decir lo hermosa que era, tenía una voz que deleitaba a cualquiera, yo bromeaba
diciéndole que volvería locos a los sabios, que me estaba volviendo loco. Nos
tomábamos de la mano como niños de primaria, juro que creí en el amor puro, de
ese que todo el tiempo te quieren vender.
Ella era luz
ingenua para habitaciones deshonradas y yo un vil mendigo que compraba caricias
para no matarse. La primera vez a mis pies todo fue difícil. Entramos a casa
con la premura que no experimentaba desde hacía más de siete años, beso a beso
que se extendió hasta tu cuello mientras desabotonabas mi camisa y una ligera
brisa caliente exhalaba tu ser. Entonces me detuve, tenía que jugar contigo,
fuiste presa de esa inseguridad que hecho conocía y al titubeo te besé con
fuerza, beso que termino a tu sonrisa, y acaricie tus cabellos, ¿recuerdas?
Llevaste ambos brazos hasta mi cuello y me mordiste el labio. Mis manos a tu
cintura levantaron tu blusa, tu terminabas con los botones.
Al
verte en interiores no pude dejar de pensar que tú me habías llevado y no yo.
Eran encajes y sabias como me volvían loco. Me invitaste a entrar en mi propia
cama, y palmo a palmo recorrí tu ser, perfectas dimensiones para un amor
eterno. Intenté saber cuánto beso a beso median tus piernas, intenté, pero me
estaba volviendo cuerdo, entonces tu mano me invito hasta tu rostro, y otro
acabó en sonrisa. Mientras subías, tus cabellos rosaban mi pecho, pecho
almohada de otras noches. Tomé tan fuerte de tu cintura que mis dedos quedaron
marcados. Diste vuelta para que yo orquestara el vaivén de cuerpos errantes,
que sin más detalles para el amanecer cayeron rendidos. Cuerpos desnudos de
amor mutuo o ingenuidad eterna.
Era una luz ingenua, yo nunca supe
porque brillaba tanto, pero lo hacía, con el paso del tiempo ya no hacíamos
nada sin estar juntos. Entonces le propuse matrimonio. Tres años bastaron para
saber que le quería en mi vida toda la vida. Y pese a todo pronóstico me dijo:
sí.
Las cosas se tronaron diferentes,
no eran para bien o para mal, solo diferentes. Buscamos salones por todos lados
y le enamoró uno con una puerta inmensa de cedro. Por mi estaba bien, nada
valía tanto como su felicidad.
De pronto un día ya no fue más, y
esa felicidad que tanto le procuraba ya no existía, o existía a medias, a
tajos, pude sentir su displicencia y no sabía que la causaba si no era yo.
Vieras como me matabas una y otra vez en el mismo día.
Yo que solo pensaba en besarte, que quiero besarte
esta noche, besar como un niño justo antes de hacerse hombre, quiero besarte
esta noche como si supieras que estoy muriendo, que nos morimos de amor, de no
tenernos para toda una vida y despertar en la mañana en otra cama que no es
nuestra, de nosotros.
K: Los
complejos de un hombre matan cualquier cosa que pueda hacer con las manos, ¿lo
sabias?, mírate, quien eres, ahora no eres nadie, mírate tonto, mírame, acaso
creías que yo me iba a conformar contigo. Acaso pensaste que en realidad iba a
ser tuya, tuya para siempre, pobre infeliz, ingenuo, bastardo, me das lastima
cabrón. Como creías que yo iba a durarte toda la vida.
–No puedes
negar que nada ha pasado, son tres años Karina. No puedes fingir durante
tanto tiempo –le dije, pero no hubo respuesta. Se marchó.
III
Te veo del otro lado de
la calle, calle vacía, el aire espeso y la luna te alumbra, te pierdo un
momento entre los pinos, ahora me envuelve ese olor tan nosotros, pino, maldita
noche que carga una vez más a la que fue, pero no es: una casa.
Recuerdas los sueños
engalanados contigo, con esos pucheros y manías, con la peculiaridad del
cabello que caía en tu rostro, rostro blanco y terso que nada tiene que ver con
el mío.
Adelanto unas calles a
mi andar, sigues distante y distraída, cae una leve brisa, casi imperceptible
sino por el farol que apenas alumbra la avenida. te diriges a él y tu rostro
poco a poco se revela, llevas tus gafas rojas, mientras el aire se aligera, tus
lentes se empañan. Bajas la vista y de una llevas tu mano para retirarlos mientras
que l otra ya mantiene el pañuelo que sacaste del bolso café, bolso con
historia propia de otros paraísos.
De vuelta los anteojos
al rostro y me escabullo entre las sombras. La brisa se convierte en chubasco y
sales corriendo sostenida de la barandilla blanca. Corres y te pierdo una vez
más.
Casa oscura la que me
espera ¿tendrá el mismo tiempo que yo?
Enciendo el fogón con pedernal
plateado, la sala nos sobrevive, Sabína* me canta: “a la orilla de la
chimenea”. Sonrío al espejo y el no hace el mismo gesto. ¿Quién eres ahora?
¿quiénes somos? ¿quién de nosotros?*.
Enciendo la luz del estudio,
el cuadro se aferra con todas sus fuerzas de la maltrecha instalación y yo soy
un tanto como él. Me tiro en la cama, una sonrisa se escapa del que antes era,
ya las tres de la mañana.
El Sol se cuela por la
ventana, las sábanas blancas están marchitas, las dejo, avanzo catorce pasos
hasta la cocina. Enciendo un cigarrillo que se convierte en cinco. Antes de
darme cuenta estoy afuera. Doy marcha al auto, arranco rombo al trabajo.
Maldita ciudad
cotidiana, todo está gris, revienta un neumático. —¡carajo! —grito a los cuatro
vientos—. La estoy cambiando y te veo una vez más, será la quinta esta semana y
no resisto la tentación de virar a esos pulcros labios sabor pasión que han de
encerrar mi cordura solo para mostrarme el horizonte. No dejas de moverlos bajo
el semáforo que cambia a verde.
Te vas, no has
nombrado, nombre ajeno de otros tiempos. Das marcha mientras yo estoy
terminando, presuroso me alieno, subo, arranco y acelero. Caminas pretenciosa
como siempre y das tu espalda, entras al liceo, aparco mientras tus tacones
suben uno a uno aquellos escalones junto a la baranda. Hoy serán 22 días,
emprendo la travesía. Llego tarde y nadie me espera. Recuerdo perdido de nadie,
si te has ido hace tiempo, 22 sin pasar en nuestras vidas.
Cae la tarde a marejada.
El Sol a plomo se queda sin plomo al salir de mi oficina. Otra vez a casa, los
cinco se convierten en diez en el trayecto. Entro a casa, insípida y fría casa
de congoja. En el cuarto caigo abatido, la cama está fría. —Te necesito —lo
grito tres veces al aire—. No estas.
IV
Entró
al edificio dio tres pasos y le recibieron, le indicaron la habitación, subió
unas escaleras, dio vuelta a la izquierda pasando tres puertas hasta volver a
girar a la derecha, al hacerlo la alfombra cambio de color, de verde olivo a
otro un poco más oscuro, avanzó sin prestar mucha atención al final del
pasillo, se detuvo para admirar un candelabro de cristal con cientos de
pedacitos y al menos veinte focos, de la pared a su izquierda; la más
alumbrada, sostenía un Dalí.
La
pared completamente blanca y al cruzar el marco que tenía el pasillo el suelo
estaba desnudo; duela pulida a la perfección que la mantenía erguida bajo sus
tacones. Un ventanal de frente que dejaba ver un jardín inmenso que no era
cortado sino por los arboles donde se pasaba un perro alto y blanco, vaya uno a
saber de donde era.
Las
cortinas color melón tintineaban dulcemente, se quedó clavada en ese jardín
como previniendo lo que venía, minutos después volteó a la pared que a su vista
aun no era revelada. Se trabó de golpe frente a la puerta de roble, puerta con
la manija idéntica a aquella otra, se quedó petrificada, erguida y petrificada
frete a la imponente puerta, puerta que llevo a esa noche, noche de otra vida,
de aquellos que fuimos amor, maldito salón blanco que ahora tras esa puerta ya
no querías atravesar, como si fueses a encontrarle, a reencontrarme.
VI
El
muchachillo cabizbajo cerró aquel libro de tajo. Se vislumbraba entre la
espesura con luz tenue que iluminaba su rostro una ligera sonrisa. Regresó a
ver por sobre su hombro derecho. Corrió ligeramente la cortina y vio en aquella
esquina la luz de tu balcón, la sonrisa ya un poco más pronunciada y llena de
melancolía ingrata lo dominó, y fue víctima de aquellos otros días, de aquella
noche que lo dejaste ¿lo recuerdas?, la rosa en su chaqueta, esa que nunca te
dio.
La
misma dueña de otras proezas, era también su maleficio, esa noche fue a caer la
farsa que igual y nunca alimentaste, recuerdo furtivo de verdugo masoquista,
como lo fuiste a dejar ahí, solo, tan solo el pobre hombre que daba lastima,
disté media vuelta, y a los tres pasos te tomó la mano, lo regresaste a ver
como quien ve a un extraño y vislumbré el mismo rostro desencajado de esta
noche.
A
tu andar baldosa a baldosa caían tus ilusiones que eran más bien suyas.
Llegaste a la esquina solo para caer en un abismo. La chica de la esquina no se
movió más, no te moviste de ahí, pero era muy tarde, nadie merece regresar a
donde lo hirieron, y aunque regresar era solo cuenta tuya el orgullo maldito
les dominó. No se llamaron por un tiempo y cuando por fin lo quiste decir,
decir que te habías equivocado, era ya muy tarde, regresaste un par de noches a
tocar la puerta, pero nadie salió.
Si
vieras las puñaladas que le daba a la pared para no abrirte, si vieras como se
mataba leyendo y releyendo “el capítulo seis” de ese maldito libro. Ya nada queda
de aquel que fue a tu lado, ese hombre se ha ido y tú ya te has marchado. El
sentido de culpa le invadía a la chica, como si la culpa fuera solo de uno,
como si se pudiera ver de pupila a pupila solo con el deseo.
Ahora
yo he de cerrar este libro de pastas guindas, tú lo sabes mujer. Siempre
me querrás, siempre me vas a querer… pues yo represento para ti todos los
pecados que nunca has tenido el coraje de cometer.*
Tienes
que marcharte, regresar a tu vida, tienes que dejarme ahora. El hombre cerró de
tajo el libro y regresó a ver por sobre el hombro derecho. El desgastado era de
Wilde, Oscar Wilde El Retrato de Dorian gray capitulo 6*.
VII
Esta noche
estoy aquí tocando a tu puerta, te necesito. Amor te necesito. Que será de
nosotros si ya no veo luz en ti, dime amor mío, que ves en mí, qué de esto, de
todo, de todo.
K: Recuerdo la
noche que se fue, estuvo tocando por más de una hora, sabía que yo estaba aquí,
podía escuchar cómo me nombraba una y otra vez. Gritaba con la desesperación
que tiene un hombre frente a un pelotón de fusilamiento. Efusivo, quizá
cobarde, hasta quedar ronco, hasta perder la voz. Se fue, pude ver su andar
desganado, mi luz, mi única luz es estaba apagando entre la lluvia. Siempre le
gustó el olor a tierra mojada y escuchar llover desde la ventana, él se estaba
mojando ahora y yo a punto de jalar el maldito gatillo. Si hubiéramos sido
otros y no nosotros mismos. Te amo.
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