Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

3 oct 2016

Un corazón en la ciudad de México



El café que reposaba en la mesa de centro se había enfriado después de un largo rato aquel domingo por la mañana. Comenzaba octubre con el viento otoñal que embriaga y en ese momento me encontraba sentada en el único sofá que había tenido la suerte de conseguir en un bazar de la ciudad de México hace unos meses. Leía Anna Karenina y, entretenida en la lectura, había olvidado el café. Mi piso, ubicado en Donceles en el corazón del centro histórico, era pequeño; cruzar la puerta significaba encontrarse con una pieza donde estaban el sofá, la mesa de centro, una mesa y dos sillas, todo usado. No tenía cocina, solo una vieja parrilla eléctrica y unos cuantos trastes; un pequeño refrigerador que estaba incluido en el pago de la renta y un mueble que me servía de alacena. Una ventana asomaba hacia el exterior desde donde se podía observar a la gran cantidad de personas que todos los días visitaban las librerías de la calle de Donceles, donde la lectura no era costosa y con algo de suerte podías encontrar el Poema del Mío Cid en $1.00.

Cerré por un momento el libro para observar mi pieza y recordaba el cómo yo, una chica de San Luis, había acabado en la capital. Justo en ese momento lo volví a escuchar. Era un ruido que cada cinco minutos me despertaba unas emociones extrañas, difíciles de describir; siempre pensé que tenían que ver con algo del psicoanálisis. Era como un continuo zumbido de una gran abeja a lo lejos y era muy común escucharlos en la ciudad de México.

Dejé el libro en la mesa de centro y me levanté del sillón sin ponerme las sandalias. Abrí la ventana y admiré el cielo despejado. Recuerdo que los que no son de la capital siempre dicen que el cielo de la ciudad de México ya no es azul; pero era mentira: ese día lo era. Por el Levante hizo los honores y apareció, por encima de los edificios. “Seguramente se encuentra a muchos pies de altura”, pensé. A pesar de lo lejano que se veía, pude notar el color rojo en el ala trasera.

De un tiempo para acá me gusta observar los aviones, no sé a qué se deba, pero deseo subirme a uno. Cuando por fin lo perdí de vista, di media vuelta y regresé al sillón. Miré un pequeño reloj que estaba encima de un pequeño mueble donde guardaba mis pocos documentos. Eran las 12:47 horas. Me gustaban los domingos porque no debía ir al conservatorio y podía realizar otra de mis grandes pasiones: leer; sin embargo, no podía darme el lujo de faltar al trabajo.

Me puse de pie y entré en la otra pieza de mi piso. Era mi habitación; lo suficientemente espaciosa para mi cama, una mesita de noche, un clóset y un espejo. Encima de mi cama descansaba mi guitarra y a un lado del espejo un teclado de seis octavas con partituras encima. Una ventana iluminaba la habitación. Podía perder cinco minutos y tocar algo. Cogí la guitarra y sin pensarlo mucho entoné “Blackbird”. La música representaba lo bueno y lo malo de mi vida, supongo que por eso la amaba. Había decidido darle un nombre a mi guitarra meses después de escapar de casa a los 19 años, me decidí por “Luna Awen”. Yo también me llamo Luna.

Terminé de cantar para nadie y me dirigí al clóset para seleccionar unos vaqueros negros y un jersey de punto fino con cuello redondo color amarillo pastel. Me calcé los botines y me arreglé para salir al trabajo. Minutos más tarde, me encontraba caminando por la Alameda Central. Tenía unos minutos antes de que dieran las dos de la tarde. Trabajo como mesera en un café frente al palacio de Bellas Artes y mientras tanto quise observar a la gente que pasaba hacia todas direcciones.


Prendí un cigarrillo y me senté en una banca de la alameda. Pensaba en mamá y pensaba en papá. A la mitad del tabaco un avión más cruzaba por encima de la ciudad. Lo miré y lo miré hasta perderlo de vista. “Algún día”, pensé. Sin apagarlo, arrojé el cigarrillo al suelo con los destellos rojos del fuego aún vivos y me dispuse a cruzar la Av. Juárez para iniciar una jornada más en el café.

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