Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

4 oct 2016

Invierno del 2005

Adonai Uresti

Días previos a la navidad. Punto de reunión; la casa de la abuela Martha. Desde que poso mi mano en la chapa de la puerta de metal tallada por todas partes hasta que por fin la giro y la abro por completo, para después cruzarla, se siente el olor. De inmediato se cuela por mis fosas y cruza hasta la garganta un cálido aroma a ponche de frutas. La canela de los buñuelos recién hechos y aún calientes a cargo de la tía Elizabeth. Sabor a casa. Los niños gritan y brincan a grandes zancadas, crujen los pisos de madera y la abuela refunfuña.
 Hora del rosario. Nunca me han gustado los rosarios y mi mamá me pide que rece, que lo haga por favor. Lo hago. Me siento en el regazo de mi padre. Al término de cada misterio comienza, siempre a destiempo, el ensamble de algún villancico con los instrumentos que la abuela previamente repartió a sus nietos, la melodía siempre comandada por el tío Héctor. Chirriantes flautas dulces, que servían más de refugio de saliva infantil que de otra cosa. El tamborileo de los panderos que nunca podían encontrar un ritmo común. Yo siempre tocaba un pandero, el de cuero, realmente olía a cuero y su sonido era el de un pandero profesional. Finalmente las maracas (sigo sin entender el uso de las maracas en un villancico), en fin. A todo ello se sumaba el coro de los asistentes a la posada, los tenores, los sopranos, los contraltos, los que solo fingían cantar y, de vez en cuando, un llorido de uno de los bebés a los que despertábamos de su sueño.
A mí nunca me gustó rezar, se trababan en mi lengua aquellas palabras que todos decían tan rápido y a la misma velocidad. Como si lo hubieran ensayado previamente.

Ahora que lo pienso, rezaba de todos modos, porque la abuela siempre decía: “Al que no rece no le toca ponche”. 

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