Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

28 sept 2016

Dulces de eco

Por: Ana Lucía Vázquez Alvarado


Todo siempre es más magnífico cuando se mide menos de un metro cincuenta de estatura, cuando se tiene que estirar el cuello y sentimos que todo alrededor pasa lento, movido dentro de una caldera en donde los sentidos se combinan y diluyen, para solidificarse como caramelos que se disfrutan años más tarde, encontrados en la memoria.
Debería de existir un nombre para el sonido que queda en las casas de cantera cuando se van las personas. Es algo que va mucha más allá de ondas, mucho más allá de tres simplonas letras.
En esa casa de caja de zapatos, el sonido era diferente en cada cuarto. Era diferente en su cantera de mitad de siglo veinte, en la primavera que traían los nidos de golondrina en la sala, en el polvo que se barría con los pies y se pegaba a los dedos al jugar a escondidas con las porcelanas y cerámicas del comedor, en las risas de complicidad al tomar Coca-Cola a escondidas de la cocina, en un vaso rojo de tapa que vivía en la parte alta de la alacena verde.
Ese sonido de vida, vivía en el chasquido de las cerámicas al caer al suelo, y el filo que cortó mis dedos al levantar uno de los trozos.
Las noches de esta ciudad de desierto eran heladas, con un viento alimentado de cantera. Pero yo no recuerdo haber pasado frío en ese lugar, no mientras la casa entera, de una sola planta y un solo pasillo, oliera a ponche y guitarras, a cigarros y al tecojote que nadie se comía pero nunca faltaba.
La casa entera se conectaba en todas las habitaciones, y si una tía reía en la sala de terciopelo púrpura, se escuchaba detrás de los cilindros de gas del patio y en la gotera junto al foco del baño.
El humo del tabaco se metía a la piñata, que gritaba colorida con los palazos y siempre vi tan alta.
En la oscuridad del invierno nublado, solo se veían los rayos del papel de china y se escuchaba el chirrido de la fricción de la cuerda y los zapatos que frenaban frenéticos desde la azotea, apenas soportando el peso.
Y la estrella se partía en golpes violentos de caña y mandarina, dulces, chocolates y cacahuates que aplastábamos en la pequeña batalla de conquista que destrozaba medias, pantalones y faldas nuevas para la ocasión.
Las manos también se volvían más hábiles, más listas, y parecían capturar más mercancía que la que podían cargar, pero la risa y la magia de esa edad de sentidos y recuerdos mezclados se encargarían de mantener el botín a salvo.
El patio de baldosas rojas olería a naranja y guayaba en los días siguientes, y las palomas bajarían a comerse lo que quedó de los cacahuates en la mañana.
Un campo de batalla de colores, sangre de guirnalda que se arrastraba por el suelo igual que una serpiente, que se escurría como las serpientes de lana de mi cuello, el esfuerzo y la caricia para detener las tormentas de mi boca.
Tormentas que salían entre risas mientras la cera derretida sobre la piel era la mejor forma de asustar al que tenías al lado. Mientras los adultos se disputaban los solos y guiaban una expedición de puertas tocadas al compás de una guitarra y un pandero que nadie sabía tocar, pero siempre terminaban sonando bien en ese eco dulce y nocturno.
Todo en ese eco colorido huele a ponche, canela, cigarro y veladora. Y mis labios sienten la frialdad empolvada del niño Dios al besarle la frente. El peso con el que lo sostenían mis manos pequeñas y bobas; ligero porque siempre alguien me ayudó a sostenerlo. Sus encajes viejos y recién lavados crujían al pasarlos al siguiente creyente en medio del sobrenatural zumbido de la oración colectiva. Aunque esa sensación ni siquiera sea de la misma noche, siempre irá en el mismo conjunto por alguna razón. Pegado a las miradas piadosas de los Peregrinos, sus ojos de cristal y pestañas falsas que me observaban como si fueran mucho más altos que yo.
Siempre recuerdo las posadas como un sueño, siempre desde la mitad, siempre en pedazos, siempre en penumbra y siempre hasta que despierto sobre los asientos traseros del auto de camino a casa, con el tac, tac, tac, de la manivela rota de la ventana.

Pero si me concentró, puedo escucharlos, puedo sentir ese sonido de vida, ese rastro de sensación, ese dulce de miel olvidado en una bolsa de papel, un cigarro de chocolate que me como con todo y envoltura.

Neruda en el escusado

Por: Ana Lucía Vázquez Alvarado


Parecía haber estado llorando y haciendo berrinche, hinchado y maltratado con su rímel de letras corrido.
Tal vez por esa razón lo había dejado al fondo de las torres de libros que el tiempo había acumulado en su habitación.
Le dio la vuelta con curiosidad, inspeccionando y analizando sus esquinas viejas y páginas amarillentas como un investigador.
No recordaba haberlo leído, comprado, pedido prestado y nunca devuelto o si había sido un obsequio.
La mudanza iba lenta, perdido entre los recuerdos que desenterraba, admiraba y catalogaba en cajas de cartón.
Hojeó con el pulgar sin mucho ánimo, sin mucho apego por ese volumen viejo y simplón, y consideró tirarlo a la basura por lo roto e inservible que estaba.
Un relámpago rosa lo cegó entre el tono de hueso roto y se detuvo asustado en esa página. Una línea estaba subrayada con un marcatextos rosado que el agua no había podido borrar.
“Para que nada nos separe, que nada nos una.”
El libro de Neruda le tembló en las manos un momento mientras los recuerdos salían entre el polvo de su cráneo como fantasmas que recobran la carne.
Se sentó en el suelo e intentó calcular el tiempo que había pasado desde que subrayó ese verso. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que pensaba en ella?
Debía de haber tenido unos veinte o veintiún años, su corazón era virgen, él juraba que no y se jactaba de que el alma no era necesaria.
La había conocido en ese entonces, y se sorprendió de recordar aún el sabor dulce de sus palabras rancias en los labios.
Debió de haber señalado esa línea durante esos meses que duraron juntos, y vivió lo que debió de haber vivido en veinte años; en los momentos en los que ella no llamaba y él se convencía que no tenía emociones, que no le importaba si se iba, que no le importaba si no lo quería porque creía que él tampoco.
Había subrayado ese verso como la firma de un contrato.
Un juramento de sangre que no se había cumplido, y que le había cobrado la traición. Pues en cuanto firmó, se percató de los latidos en su pecho y descubrió, para su sorpresa y desagrado, que podía sentir algo por ella.
A pesar de todas las fronteras que él había dibujado, de todos los límites helados que se había impuesto, de todas las advertencias que ella le había dado, de todas las tardes que fingieron no conocerse, de todas las mañanas que se vistieron en silencio y de todas las veces que lo dejó sonámbulo mirando el teléfono silencioso en la madrugada.
La distancia los unió más que separarlos. Esa nada los fundió con mayor fuerza que un todo.
Eso que no eran, había sido todo para él.
Un poeta neófito que no entendía nada, pero hacía su mejor esfuerzo para aparentar que sí. Un desconocido que quería ser alguien, pero que lo dejaran en paz. Un artista sin musa, pero que la encontró a la fuerza.
A esa edad de idiota, creía ser adulto suficiente para controlar su propio corazón y deseo.
Y al final, esa ilusión de control lo llevó a la ruina.
Lo llevó a perder el alma que quizo conservar en cuanto la encontró. La perdió entre los dedos de esa musa arpía cuando emprendió el vuelo para no volver.
Aún recordaba como había vivido los días siguientes a su partida, contando los aviones que pasaban sobre la ciudad, preguntándose si volaba en alguno; pues jamás había querido decirle a donde planeaba irse.
En esas noches, recurrió a Neruda y encontró esa frase. Frustrado y avergonzado consigo mismo por haber sentido y vendido su alma por ese sentimiento, había arrojado el libro al escusado durante un solitario delirio de borrachera.
Rió con nostalgia al recordar aquello… y se asqueó un poco de tener el libro entre las manos.
Suspiró tranquilo, como hace mucho que no hacía, al ver de nuevo esa frase subrayada.
Durante todos los años que siguieron a ella, siempre había creído que su alma se la había llevado entera dentro de la maleta.
Pero la verdad era que siempre había conservado un trozo de esos meses caóticos y pasionales, envuelto en marcatextos rosa.
Volvió a reír y se llevó el libro al pecho, dejando que el recuerdo entrara otra vez a su corazón, más viejo y más sabio ahora.
No lo podía creer.

Todos esos años buscando, y su alma de joven estaba escondida en un libro que trató de arrojar al escusado.

Cobarde

Por: Ana Lucía Vázquez Alvarado


El atardecer iluminaba el cielo con pinceladas violentas de tonalidades cálidas, que peleaban con la oscuridad nocturna a pesar de saber que no ganarían la batalla.
Las nubes se deslizaban sobre la escaramuza como orugas de fuego rosado, empujadas por una brisa fresca que anunciaba el fin del verano, mientras los edificios grises miraban aburridos las calles casi desiertas de esa parte de la ciudad, en donde las raíces de los ficus cuadrados rompían las aceras luchando contra el cemento para respirar y los cables de teléfono zumbaban en el cielo como un enjambre de abejas, cantando con los tímidos violines de los primeros grillos.
Ella caminaba entre casas que tenían más de dos capas de pintura y otras en las que el sol y lluvia la habían casi desaparecido.
Un paseo en el crepúsculo del verano a pesar de la pesadez de sus tobillos y rodillas.
Miraba a las pocas personas que caminaban como siluetas descoloridas por las sombras, mientras las primeras lámparas del alumbrado público bostezaban y temblaban antes de encenderse con su halo ambarino.
Suspiró y se sentó en una banca cuya madera hinchada por el tiempo reprochó aburrida, y se contempló a si misma en la vitrina empolvada de una tienda vacía. Vacía desde hace tanto que ya no recordaba que se vendía.
Observó a esa mujer en el escaparate, de cabello oscuro y labios pálidos, la observó hasta encontrar un brillo plateado en esa melena altiva.
La sorpresa cruzó sus ojos aburridos por una vida igual de gris, y se arrancó ese hilo de telaraña desde la raíz y lo sostuvo entre sus dedos finos.
Había arrancado también un cabello sano y joven, y el contraste entre ambos hilos de vida le provocó una infinita nostalgia.
La brisa del anochecer se los arrebató y los enredó en el aire, haciéndolos bailar con suavidad entre ella y su reflejo.
Un baile lento y torpe, con dos cuerpos que apenas y se tocaban, entre el sonido de una banda triste y una luz extraña. 
Recordó con las lágrimas aún frescas en el corazón.
Aquellas tímidas manos, emociones frágiles y ojos ciegos. Sus dedos pálidos y novicios que se entrelazaban en secreto en medio de un baile azul y rosado, muchedumbre incierta. Piel fría de pulso cálido, habla por estos corazones que no quieren verse a los ojos.
Con toda esa timidez en medio de la alegre melodía, bailaron viéndose los pies y cuando su corazón no pudo soportarlo más, se separó en la nota final y lo dejó solo, con una respuesta que ya sabía pero que quería escuchar de ella. Más ella nunca se la concedió y él nunca volvió a pedirla.

Rencor y osadía


Por: Ana Lucía Vázquez Alvarado


Fue mi culpa.
No fue mi culpa.
Esas posibilidades ya no significaban nada, no ahora que corría entre las calles inundadas de madrugada y grillos.
¿Fue mi culpa?
El silencio me perseguía de forma aterradora. No tardaría en dar conmigo. Pero no sabía que más hacer además de correr. Pero, ¿por qué corría? No fue mi culpa, ¿o sí?
No lo recordaba. Me había puesto de pie tan rápido que no tuve tiempo de averiguarlo y ahora me alejaba cada vez más deprisa. Pero tal vez sería mejor volver, juzgar la situación, inventar algo. Aún había tiempo, aún podía advertirle…
Dos balas destruyeron el silencio y dieron a los perros una excusa para aullar a coro.
¿Fue mi culpa? ¿No fue mi culpa?
Me detuve a mitad de la plaza del pueblo y miré todas las calles oscuras que se abrían a mi alrededor. ¿A dónde ir ahora?
Poco a poco, las ventanas comenzaron a iluminarse mientras el resto del mundo intentaba averiguar que había sucedido y los perros no se callaron, solo aumentaron como una avalancha desde todos los puntos cardinales, ansiosos por devorarme.
Grité de pura rabia.
¡No fue mi culpa!
Corrí por una de las calles estrechas, huyendo de mil perros que no paraban de ladrar. Me acusaban, me juzgaban.
¡No fue mi culpa! ¡No fue mi culpa que lo mataran! ¡Yo no disparé el arma!
Era una bonita noche, el viento era fresco, la madrugada callada, la bebida dulce y los recuerdos amargos.
El alcohol se confundía en las callejuelas de mi mente y mezclaba los recuerdos de esa noche de bares y risas a su gusto, como un laberinto.
¿Fue mi culpa?
Una pregunta idiota, una pregunta de la que solo yo tenía la respuesta.
¡No fue mi culpa! ¡No fue mi culpa! ¡No fue mi culpa! ¡Yo no lo maté! ¡Esas balas no eran mías!
Los perros ladraban por todos lados, fantasmas que corrían entre los ladrillos de las casas y las estrellas del cielo.
¿Fue mi culpa?
Pero yo no había dicho nada… ¿verdad?
Dijeron que iban a matarlo, y por eso huí del lugar. No recordaba porque iban a hacerlo, ni quien lo había traicionado. Solo sabía que ahora me tocaba advertirle que huyera.
Entonces, no fue mi culpa.
Pero yo era el único que lo sabía.
¿Qué pasaría conmigo ahora?
Llegué a una de las calles anchas, en donde la tierra se levantaba blanca por la Luna.
Ya me esperaban, era obvio.
Pero no fue mi culpa. Había guardado el secreto. Se lo había prometido, éramos hermanos.
¡No fue mi culpa! ¡Yo no dije nada! ¿O sí?
Me señalaron en silenciosa sentencia y los perros se lanzaron hacia mí.
Corrí una vez más, sabiendo que mis piernas flacas no llegarían muy lejos.
¿Quién era el único que sabía donde se ocultaba?
Yo.
¿Quién le había dicho a sus enemigos?
No lo sabía.
¿Fui yo? ¿Fue mi culpa?
Los perros que tan bien habían amaestrado, ladraron como tormentas de carne y alcanzaron mi cansancio en un brinco salvaje. Cuando mordieron, en el fondo celebré no tener suficiente carne para saciarlos.
«Ni para alimentar a tus mugrosos perros serví, hermano.»
Entonces recordé. La noche era bonita, la bebida dulce, los recuerdos amargos…
El rencor y la osadía sabían a licor.

«¡Ah!..» pensé, recordando todo entre mis gritos de culpa y los ladridos de mi castigo. «Si fue mi culpa».

23 sept 2016

Es momento de decir adiós



Por María Fernanda Rostro Saldaña 


La lluvia anunciaba mi pérdida, parecía que el cielo se apiadara de mí, el firmamento me compadecía, el cosmos entendía mi sufrimiento, sin embargo no me era posible comprender aquella situación tan desastrosa. 

Por más que repasaba en mi memoria los acontecimientos ocurridos en los meses anteriores no encontraba nada que pudiera haberme advertido que padecería aquel sufrimiento, todo se presentó repentinamente, fue un duro golpe que la vida me propino directamente al corazón y que me dejo sin aliento.

Estaba cansado la situación logro sobrepasarme, intente no darme por vencido, pero ya no podía más, era demasiado desgastante, lo mejor sería decir adiós, ponerle fin de una vez por todas y tratar de seguir adelante.

Hace mucho tiempo que debí permitir que todo se fuera al diablo, como me gustaría haber mandado todo al carajo,  en cuanto descubrí que el amor se había esfumado, debí dejarla ir, cuando ella me expreso que ya no sentía nada por mí, que ya no me amaba, lo mejor hubiera sido que todo terminara, pero mi peor error fue tratar de reconstruir algo que estaba hecho pedazos.

Aunque por fin había logrado comprender que debíamos decirnos adiós, me era muy difícil aceptarlo, pues siempre creí que a pesar de todas las adversidades, obstáculos o peleas al final nuestra relación saldría a flote, pensé erróneamente que el afecto que le profesaba a mi amada era más fuerte que cualquier cosa.

Pero finalmente la monotonía, los descuidos, el desinterés y las prisas pesaron más que el querer que nos profesamos, nuestra relación se desgasto poco a poco y solo quedo el vacío y los recuerdos de lo que en el pasado había sido un amor intenso y realmente maravilloso.

De pronto comencé  a recordar cuando la conocí, fue en una tarde de verano, me encontraba leyendo un libro de Oscar Wilde ella se acercó a mí curiosa al ver que en la playa hubiera otra persona que disfrutara leer a ese autor, me comento con entusiasmo y una gran sonrisa en su rostro que era su autor favorito y con un brillo especial en sus ojos me dijo que su título preferido era el retrato de Dorian Gray.

Durante el resto de la tarde conversamos de temas que a cualquiera pudieron haberle parecido triviales, pero que para nosotros habían sido muy interesantes, acordamos que segaríamos frecuentándonos entre nosotros nació una  íntima y cercana  amistad que con el tiempo se convirtió en una relación amorosa.

Los recuerdos de la primera vez que uní mi cuerpo con el suyo llegaron de golpe a mi memoria, aquello fue una experiencia única e inolvidable a pesar de que anteriormente muchas mujeres pasaron por mi cama, nunca había logrado alcanzar la plenitud hasta que estuve dentro de ella, hasta que nuestros sexos se conectaron y sentí dentro de mí una calidez que nunca antes había experimentado, fue algo excitante, lascivo y muy erótico, después de esa primera vez descubrí a su lado un cielo lleno de lujuria y pecado, pero también de felicidad absoluta, siempre que hacia el amor con ella sentí que me quemaba por dentro.

Por primera vez me deje dominar y me permití ser arrastrado a un mundo lleno de  nuevas sensación, descubrí en ella un oasis que me reconfortaba en mis días de monotonía y hastío, mi existencia dejo de ser gris y comenzó a tomar matices que no creí que pudieran existir, con ella conocí todos los tonos del deseo, el amor  y la seducción.

Ella fue un ángel mandado del cielo, un milagro que me sucedió por casualidad, pero sobre todo fue un sueño del que en muchas ocasiones desee no despertar jamás, pero como toda fantasía ese amor debía terminar algún día, pues era necesario que volviera a la realidad, sin embargo había sido un duro golpe, mucho más de lo que hubiera podido imaginar.

Todo terminaría de la peor manera  volvería a estar solo, mi amada buscara refugio en los brazos de alguien más, compartiríamos nuestras vidas con otros,  ya nunca volveré a abrazarla, a embriagarme con su dulce aroma a frambuesa y orquídea, a escuchar que su boca pronuncie mi nombre, jamás podre besar de nuevo sus labios, en las noches ya no le haré el amor, en las mañanas ella no amanecerá  acurrucada en mi pecho, no volveré a sentir el calor de su cuerpo junto al mío, ya no compartiremos nunca más una taza de café, una copa de vino, una película o un buen libro.

A partir de ahora nuestras vidas serían muy diferentes todas las promesas que nos hicimos, todos los sueños que queríamos compartir se irían al carajo , todo lo que nos propusimos alcanzar tal vez lo logremos pero al lado de otras personas, cada parte de nuestros cuerpos que poseímos con desenfreno y recorrimos con lujuria ahora serán recorridas por otras manos, las cosas que creímos que nunca dejarían de importar ya no tendrán ningún sentido, los hijos que deseamos tener ya no nacerán, las ciudades en donde deseamos vivir ya no serán relevantes, los lugares que deseamos conocer o los caminos que deseamos recorrer ya no tendrán importancia pues ya no los conoceremos ni recorremos o al menos no juntos, todos los posibles futuros que nos inventamos ahora se quedaran en un baúl de recuerdos, todas las ilusiones se quebraron y nuestra relación quedara en el estante de los olvidos.

Es devastador como terminara todo, esto provocara que me derrumbe y que mi corazón termine hecho añicos, sin embargo es mejor permitir que éste se destroce de una sola vez, a que se siga rompiendo lentamente si sigue atrapado en esta realidad.


 En fin mi vida a partir de ahora será triste, vacía y sin sentido, mi amada solo será un dulce recuerdo, un fantasma de mi pasado que me acompañara y atormentara toda mi vida, es momento de decirnos adiós.

20 sept 2016

Transición



Gabriela de Jesús Acevedo Domínguez




Otro día más, y todo sigue igual. La misma rutina una y otra vez. Levantarme a las 6.00 AM, arreglarme, comer algo y luego, salir de la casa rumbo a la escuela, para estar allí 7 horas eternas escuchando clases monótonas y aburridas. Bueno, al fin y al cabo, no todo es una pérdida de tiempo. Lo más divertido de asistir a esos lugares, es cuando puedes socializar y convivir con tus amigos.
Pero, no… Ahora recuerdo que hoy es un día especial. Si, ¡Hoy un día especial! Porque termino la secundaria. Al fin he terminado esos años obligatorios de la educación, ahora sí podré hacer lo que quiera: Divertirme, irme a fiestas con mis amigos, dar el rol por el centro, conocer personas, VIAJAR...
Si, estar en lugares en donde se pueda caminar tranquilo, vivir sin estrés de la ciudad y sus monotonías. De respirar aire fresco y puro, de estar en el campo, de ir a algún jardín y oler el pasto fresco, de escuchar las aves cantar, mirar el cielo y encontrarle figuras a las nubes y contemplar las estrellas al anochecer. Hay, aquellos tiempos. ¡Como quisiera volver!
Salgo de la casa, y mientras llego a la parada de camión, miro al cielo. ¡Oh, esta vez es claro y despejado! Parece que será un día bueno. Luego, observo a las personas que están cerca de mí, ellas también esperan la ruta que las llevará a su destino cotidiano. Algunas van de prisa, otras desganadas, y otras ilusionadas.
Llega el camión, y como casi siempre, una manada de gente se acerca al transporte. Voy al final de la fila. Cuando logro subir, el chofer  da la bienvenida con una sonrisa, que ha contagiado a todos los que íbamos allí.
Media hora duró el recorrido, y sigo el camino. Voy por un lugar solitario y desértico, en donde de un lado nada más pasan los carros a toda velocidad, y del otro hay pura maleza. En otro tramo polvo, y más para allá suelo a desnivel.
De pronto, me detengo rápidamente. -¿Qué te pasa Andrea?. ¿A donde vas?. Tienes 18 años, reacciona. ¿Qué va hacer de tu vida?-. Reflexiono un momento, y vuelvo a la realidad. ¡Qué rápido pasa el tiempo!, ya han pasado 3 años desde aquél día, y aún continúo con los sueños de aquél entonces, sólo que con un enfoque diferente. Antes, era por diversión, ahora, por necesidad. Estas ganas de querer viajar, son las que me impulsan a continuar con esto que parece una locura.
A llegado la noche, la luz de la luna ilumina este camino empedrado. Y con el único reflejo perceptible en este desierto, sigo adelante tratando de no dar señales de mi presencia. Si, parece que alfín lograré mi objetivo, estoy del otro lado. Con las últimas fuerzas que me quedan, corro por un pasadizo en búsqueda de algún refugio, pero nada. Cuando estaba a punto de meterme a unos baños públicos que había persivido a 50 metros, toda la ilución se desbanece