Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

3 oct 2016

Pasado en el campo.

Por: María Dennisse García Ramírez.
Ahora que me encuentro en el ocaso de mi vida recuerdo mi dulce niñez, cuando visitaba la casa de mis abuelos.
Sus rugosas y ásperas manos tomando las mías, mientras el olor a polvo y tierra se metía en mi nariz.
Me gustaban los leves sonidos de aquel lugar, sólo los animales pastando, los pájaros cantando y el leve soplo del viento sobre las viejas construcciones de adobe.
A veces subía al montículo de paja del establo. Mis manos tocaban las ásperas hebras, y la boca se me llenaba de su sabor al ir respirando trabajosamente mientras ascendía. Finalmente, en la cima, me sentaba sin importar la comezón de mi piel al sentir los tallos y hojas. Podía escuchar como toda la columna se comprimía bajo mi peso. Me quedaba allí horas enteras, sintiendo el viento azotándome la cara, oliendo partículas de tierra y desechos animales.
A veces, íbamos a la milpa. Yo me ponía en la parte trasera de la vieja camioneta, aferrándome con los pies al suelo de plástico, y con las manos a la fría capa de metal. El viento mecía mi cabello, y los oídos se llenaban de suspiros y piedras del camino.
Oía como mi abuelo tomaba su machete y lo impactaba contra sus sembradíos de maíz, mientras unos los arrastraban, y otros tomábamos pequeñas y rugosas calabazas de las matas.
Yo siempre me espinaba, tomaba la calabaza por el tallo, y sentía pequeñas púas penetrando en mi piel.
Caminar allí era difícil con mis pies inexpertos, iba tropezándome con los suaves surcos, llenando el aire de arcilla, y mis zapatos de arena.
Prendían una fogata que olía a leña. Oíamos el crujir de los elotes en las brasas, y sentíamos los pequeños trozos de hojas chamuscadas que el viento levantaba.
Mi abuela sacaba un queso de olor fresco, y nos dejaba sentir su salado sabor mientras esperábamos el poder hincarle los dientes a los tiernos y dulces elotes.
¡Cuánto no daría por poder chupar nuevamente el olote después de haberle quitado todos los granos!. Sentir toda la cara pringada de dulce, y las manos y el cabello con olor a leña.
Quizá, en el otro mundo, mis abuelos me esperen en su vieja casa, llena de antiguos olores y leves sonidos, listos para recoger los sembradíos del campo.

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