Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

5 oct 2016

Compraba caricias para no matarse





Emmanuel Martínez Rangel

I

  Siempre me gustó el olor a tierra mojada y amaba escuchar llover desde la ventana. Ella era luz ingenua para habitaciones deshonradas y yo un vil mendigo que compraba caricias para no matarse.

  Me contó que era una niña solitaria, quiero decir que era la menor de tres hermanos varones, dijo que venía de una familia de abolengo de esas de las que tienes que ir muy lejos para no conocer el apellido. Ella era una joven solitaria, quiero decir que se la pasaba en su jardín por horas, mamá, su madre, amaba ese jardín y fue ahí su lugar de consuelo desde que esta falleció. Se le veía saludando a todos los arbustos de pequeña.

  Con el paso de los años solo iba a escondidas ya entrada la noche para ver las estrellas; a veces incluso se quedaba dormida en el pasto. Era una incomprendida, al menos por su padre al que rara vez veía. En el liceo todo igual, excepto por Raquel, con ella todo era diferente, podía hablar lo que con otros no, desde una pieza nueva que había encontrado de Bach entre los discos de papá, hasta tomar de cretino a Borges, y eso que leía mucho pero siempre renegaba y decía que Borges no disfrutaba su escritura, y Raquel que era la biblioteca del salón se enojaba y recriminaba que por el simple hecho de no estar a su altura intelectual no podía juzgar y menos decir aquella atrocidad.

  Fueron muy unidas durante un tiempo donde lo único que importaba después del liceo era entrar a su alcoba con un libro a quemar sus pupilas, o quizá como otros días solo dedicarse a ver las líneas de su techo y contarlas una a una, que siempre eran las mismas.

II

Ella era luz ingenua para habitaciones deshonradas y yo un vil mendigo que compraba caricias para no matarse. La conocí como deben de conocerse los amores eternos. Ella acababa de llegar y yo acababa de perder mi vuelo, mi junta, mi trabajo. Con la resignación volteé a ver hacia la puerta de salida y ella estaba ahí. Hermosa mujer distante, de aquellas que pasan como un buen libro, cualquiera le podría tener en sus manos, pero entender, eso es otra cosa.

  La aborde como lo hace un hombre que ya no tiene nada: He aquí que tú estás sola y que estoy soloHaces tus cosas diariamente y piensas, y yo pienso y recuerdo y estoy solo”. A lo que dijiste: A la misma hora nos recordamos algo y nos sufrimos”. Después de una carcajada de aquellas, y lo primero serio, realmente serió fue: Que tan patético tendría que ser hombre para que yo le haga caso, y mira que he visto de todo.

Se llamaba Karina y está de más decir lo hermosa que era, tenía una voz que deleitaba a cualquiera, yo bromeaba diciéndole que volvería locos a los sabios, que me estaba volviendo loco. Nos tomábamos de la mano como niños de primaria, juro que creí en el amor puro, de ese que todo el tiempo te quieren vender.

Ella era luz ingenua para habitaciones deshonradas y yo un vil mendigo que compraba caricias para no matarse. La primera vez a mis pies todo fue difícil. Entramos a casa con la premura que no experimentaba desde hacía más de siete años, beso a beso que se extendió hasta tu cuello mientras desabotonabas mi camisa y una ligera brisa caliente exhalaba tu ser. Entonces me detuve, tenía que jugar contigo, fuiste presa de esa inseguridad que hecho conocía y al titubeo te besé con fuerza, beso que termino a tu sonrisa, y acaricie tus cabellos, ¿recuerdas? Llevaste ambos brazos hasta mi cuello y me mordiste el labio. Mis manos a tu cintura levantaron tu blusa, tu terminabas con los botones.

  Al verte en interiores no pude dejar de pensar que tú me habías llevado y no yo. Eran encajes y sabias como me volvían loco. Me invitaste a entrar en mi propia cama, y palmo a palmo recorrí tu ser, perfectas dimensiones para un amor eterno. Intenté saber cuánto beso a beso median tus piernas, intenté, pero me estaba volviendo cuerdo, entonces tu mano me invito hasta tu rostro, y otro acabó en sonrisa. Mientras subías, tus cabellos rosaban mi pecho, pecho almohada de otras noches. Tomé tan fuerte de tu cintura que mis dedos quedaron marcados. Diste vuelta para que yo orquestara el vaivén de cuerpos errantes, que sin más detalles para el amanecer cayeron rendidos. Cuerpos desnudos de amor mutuo o ingenuidad eterna.

Era una luz ingenua, yo nunca supe porque brillaba tanto, pero lo hacía, con el paso del tiempo ya no hacíamos nada sin estar juntos. Entonces le propuse matrimonio. Tres años bastaron para saber que le quería en mi vida toda la vida. Y pese a todo pronóstico me dijo: sí.

Las cosas se tronaron diferentes, no eran para bien o para mal, solo diferentes. Buscamos salones por todos lados y le enamoró uno con una puerta inmensa de cedro. Por mi estaba bien, nada valía tanto como su felicidad.

De pronto un día ya no fue más, y esa felicidad que tanto le procuraba ya no existía, o existía a medias, a tajos, pude sentir su displicencia y no sabía que la causaba si no era yo. Vieras como me matabas una y otra vez en el mismo día.

Yo que solo pensaba en besarte, que quiero besarte esta noche, besar como un niño justo antes de hacerse hombre, quiero besarte esta noche como si supieras que estoy muriendo, que nos morimos de amor, de no tenernos para toda una vida y despertar en la mañana en otra cama que no es nuestra, de nosotros.

K:  Los complejos de un hombre matan cualquier cosa que pueda hacer con las manos, ¿lo sabias?, mírate, quien eres, ahora no eres nadie, mírate tonto, mírame, acaso creías que yo me iba a conformar contigo. Acaso pensaste que en realidad iba a ser tuya, tuya para siempre, pobre infeliz, ingenuo, bastardo, me das lastima cabrón. Como creías que yo iba a durarte toda la vida.
–No puedes negar que nada ha pasado, son tres años Karina. No puedes fingir durante tanto tiempo –le dije, pero no hubo respuesta. Se marchó.
III

  Te veo del otro lado de la calle, calle vacía, el aire espeso y la luna te alumbra, te pierdo un momento entre los pinos, ahora me envuelve ese olor tan nosotros, pino, maldita noche que carga una vez más a la que fue, pero no es: una casa.

  Recuerdas los sueños engalanados contigo, con esos pucheros y manías, con la peculiaridad del cabello que caía en tu rostro, rostro blanco y terso que nada tiene que ver con el mío.

  Adelanto unas calles a mi andar, sigues distante y distraída, cae una leve brisa, casi imperceptible sino por el farol que apenas alumbra la avenida. te diriges a él y tu rostro poco a poco se revela, llevas tus gafas rojas, mientras el aire se aligera, tus lentes se empañan. Bajas la vista y de una llevas tu mano para retirarlos mientras que l otra ya mantiene el pañuelo que sacaste del bolso café, bolso con historia propia de otros paraísos.

  De vuelta los anteojos al rostro y me escabullo entre las sombras. La brisa se convierte en chubasco y sales corriendo sostenida de la barandilla blanca. Corres y te pierdo una vez más.

  Casa oscura la que me espera ¿tendrá el mismo tiempo que yo?
Enciendo el fogón con pedernal plateado, la sala nos sobrevive, Sabína* me canta: “a la orilla de la chimenea”. Sonrío al espejo y el no hace el mismo gesto. ¿Quién eres ahora? ¿quiénes somos? ¿quién de nosotros?*.

 Enciendo la luz del estudio, el cuadro se aferra con todas sus fuerzas de la maltrecha instalación y yo soy un tanto como él. Me tiro en la cama, una sonrisa se escapa del que antes era, ya las tres de la mañana.

  El Sol se cuela por la ventana, las sábanas blancas están marchitas, las dejo, avanzo catorce pasos hasta la cocina. Enciendo un cigarrillo que se convierte en cinco. Antes de darme cuenta estoy afuera. Doy marcha al auto, arranco rombo al trabajo.

  Maldita ciudad cotidiana, todo está gris, revienta un neumático. —¡carajo! —grito a los cuatro vientos—. La estoy cambiando y te veo una vez más, será la quinta esta semana y no resisto la tentación de virar a esos pulcros labios sabor pasión que han de encerrar mi cordura solo para mostrarme el horizonte. No dejas de moverlos bajo el semáforo que cambia a verde.

  Te vas, no has nombrado, nombre ajeno de otros tiempos. Das marcha mientras yo estoy terminando, presuroso me alieno, subo, arranco y acelero. Caminas pretenciosa como siempre y das tu espalda, entras al liceo, aparco mientras tus tacones suben uno a uno aquellos escalones junto a la baranda. Hoy serán 22 días, emprendo la travesía. Llego tarde y nadie me espera. Recuerdo perdido de nadie, si te has ido hace tiempo, 22 sin pasar en nuestras vidas.

  Cae la tarde a marejada. El Sol a plomo se queda sin plomo al salir de mi oficina. Otra vez a casa, los cinco se convierten en diez en el trayecto. Entro a casa, insípida y fría casa de congoja. En el cuarto caigo abatido, la cama está fría. —Te necesito —lo grito tres veces al aire—. No estas.

IV

  Entró al edificio dio tres pasos y le recibieron, le indicaron la habitación, subió unas escaleras, dio vuelta a la izquierda pasando tres puertas hasta volver a girar a la derecha, al hacerlo la alfombra cambio de color, de verde olivo a otro un poco más oscuro, avanzó sin prestar mucha atención al final del pasillo, se detuvo para admirar un candelabro de cristal con cientos de pedacitos y al menos veinte focos, de la pared a su izquierda; la más alumbrada, sostenía un Dalí.

  La pared completamente blanca y al cruzar el marco que tenía el pasillo el suelo estaba desnudo; duela pulida a la perfección que la mantenía erguida bajo sus tacones. Un ventanal de frente que dejaba ver un jardín inmenso que no era cortado sino por los arboles donde se pasaba un perro alto y blanco, vaya uno a saber de donde era.

  Las cortinas color melón tintineaban dulcemente, se quedó clavada en ese jardín como previniendo lo que venía, minutos después volteó a la pared que a su vista aun no era revelada. Se trabó de golpe frente a la puerta de roble, puerta con la manija idéntica a aquella otra, se quedó petrificada, erguida y petrificada frete a la imponente puerta, puerta que llevo a esa noche, noche de otra vida, de aquellos que fuimos amor, maldito salón blanco que ahora tras esa puerta ya no querías atravesar, como si fueses a encontrarle, a reencontrarme.



VI

  El muchachillo cabizbajo cerró aquel libro de tajo. Se vislumbraba entre la espesura con luz tenue que iluminaba su rostro una ligera sonrisa. Regresó a ver por sobre su hombro derecho. Corrió ligeramente la cortina y vio en aquella esquina la luz de tu balcón, la sonrisa ya un poco más pronunciada y llena de melancolía ingrata lo dominó, y fue víctima de aquellos otros días, de aquella noche que lo dejaste ¿lo recuerdas?, la rosa en su chaqueta, esa que nunca te dio.

   La misma dueña de otras proezas, era también su maleficio, esa noche fue a caer la farsa que igual y nunca alimentaste, recuerdo furtivo de verdugo masoquista, como lo fuiste a dejar ahí, solo, tan solo el pobre hombre que daba lastima, disté media vuelta, y a los tres pasos te tomó la mano, lo regresaste a ver como quien ve a un extraño y vislumbré el mismo rostro desencajado de esta noche.

  A tu andar baldosa a baldosa caían tus ilusiones que eran más bien suyas. Llegaste a la esquina solo para caer en un abismo. La chica de la esquina no se movió más, no te moviste de ahí, pero era muy tarde, nadie merece regresar a donde lo hirieron, y aunque regresar era solo cuenta tuya el orgullo maldito les dominó. No se llamaron por un tiempo y cuando por fin lo quiste decir, decir que te habías equivocado, era ya muy tarde, regresaste un par de noches a tocar la puerta, pero nadie salió.

 Si vieras las puñaladas que le daba a la pared para no abrirte, si vieras como se mataba leyendo y releyendo “el capítulo seis” de ese maldito libro. Ya nada queda de aquel que fue a tu lado, ese hombre se ha ido y tú ya te has marchado. El sentido de culpa le invadía a la chica, como si la culpa fuera solo de uno, como si se pudiera ver de pupila a pupila solo con el deseo.

  Ahora yo he de cerrar este libro de pastas guindas, tú lo sabes mujer. Siempre me querrás, siempre me vas a querer… pues yo represento para ti todos los pecados que nunca has tenido el coraje de cometer.*

  Tienes que marcharte, regresar a tu vida, tienes que dejarme ahora. El hombre cerró de tajo el libro y regresó a ver por sobre el hombro derecho. El desgastado era de Wilde, Oscar Wilde El Retrato de Dorian gray capitulo 6*.

VII

Esta noche estoy aquí tocando a tu puerta, te necesito. Amor te necesito. Que será de nosotros si ya no veo luz en ti, dime amor mío, que ves en mí, qué de esto, de todo, de todo.


K: Recuerdo la noche que se fue, estuvo tocando por más de una hora, sabía que yo estaba aquí, podía escuchar cómo me nombraba una y otra vez. Gritaba con la desesperación que tiene un hombre frente a un pelotón de fusilamiento. Efusivo, quizá cobarde, hasta quedar ronco, hasta perder la voz. Se fue, pude ver su andar desganado, mi luz, mi única luz es estaba apagando entre la lluvia. Siempre le gustó el olor a tierra mojada y escuchar llover desde la ventana, él se estaba mojando ahora y yo a punto de jalar el maldito gatillo. Si hubiéramos sido otros y no nosotros mismos. Te amo.



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