Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

3 oct 2016

Ausencia.


Por: María Dennisse García Ramírez.

Creo que nunca he hablado demasiado. Me gusta el silencio y la comodidad de su arrullo. Sueño, pienso y despierto en la falta de sonido. Nunca me ha gustado ni la música, ni el trino de los pájaros, ni el sonido de las hojas y ramas al caer. Tampoco los pasos de la gente, o la lluvia al descender. Ni siquiera soporto la leve nota de mi respiración.
Hablar es herirme a mí mismo, no de muerte, pero casi.
Antes... antes tampoco conversaba mucho, pero podía escuchar tranquilamente el rasgar de una pluma, el suspiro de una hoja al caer, o el pequeño movimiento del rostro al sonreír.
Podría adjudicarle la agudización de mi problema a mi repentino odio por el mundo y lo que hay en él, o a aquel momento decepcionante en la cumbre de mi juventud. Hay tantas cosas entre las que dudo, que al final creo que sí sé la razón, pero prefiero no recordarlo. A veces siento un vuelco en el pecho, un golpe sordo más allá de la piel, me encojo y casi lloro. Recuerdo risas, llantos, carcajadas, sollozos; gritos jubilosos, silencio...
Ocasionalmente veo un rostro que creo no conocer, pero cuando observo sus ojos, labios, nariz y garganta, sé quién es, y el dolor me paraliza.
He llegado a oír mi propia voz diciendo palabras que no recuerdo haber pronunciado. Cuando las escucho, la lengua se me enrolla y la garganta se me cierra.
Otras veces, interrumpo la paz bendita de mi silencio al despertarme, cuando de mi boca se escapan temblorosas palabras de amor.
Lloro quedamente, de rabia o de pena, y no vuelvo a dormir sin haber calmado el estrépito de mi corazón.
Me encantaría que todo tuviera fin, que pudiera quedarme únicamente con el sonido de mi conciencia, sin escuchar más que el leve aleteo de una libélula.
Así, tranquilo, en perfecto silencio pasarían mis días finales, sin preocupaciones, sin dolores, sin recuerdos.
Recuerdos.
El sonido de un beso roto se cuela por mis oídos, la veo a ella soltándose de mi abrazo. Escucho un llanto, y me percato con horror que quien llora soy yo. Balbuceo palabras suplicantes, amorosas y dolosas con mi voz rugosa. Pero ella no oye, se marcha, y me deja en la cacofonía de mi abandono, solo, prisionero de mis lágrimas y mis súplicas.
Se va, y yo me quedo hecho un ovillo, bañado en agua salada, con los oídos ensangrentados por la presión de mis lamentos.
Ya no hay violencia en mi mente. Sólo la continua llegada de sollozos y lágrimas, gritos y ruegos.
Siento el calor de la sangre en mis oídos, como un amazonas de color rojo oscuro. No quiero causarme más dolor al moverme.
Quiero silencio, lo quiero de verdad. Sólo deseo que esto se acabe, que las palabras dejen de repetirse una y otra vez en mis labios, necesito dejar de oír su despedida, dejar de verla mientras produce esos desagradables y chirriantes sonidos con sus zapatos, dejar de escuchar el frufrú del viento contra su vestido, cabello y piel.
Ansío que regrese, y que el sonido no se vea aumentado por su adiós.

Ahora estoy deshecho. No sé hace cuánto tiempo que regresó el silencio, puede ser que haya vuelto hace un día, quizá dos; tal vez hace una hora, o quizás un segundo.
No quiero romper su frágil equilibrio con las manos al limpiarme los ojos, o mis parpados al abrirse.
Sin embargo, abro lentamente los ojos. Silencio.
Creo escuchar a lo lejos palabras de amor. Pero no hay nadie. Volteo a un lado y a otro, pero estoy solo.

Rodeado de silencio. 

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