Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

3 oct 2016

Perfecta


Por Naomi Zareth Castillo Morán

Mayo del 2005.  La idea volaba constantemente sobre mi cabeza y a mí me gustaba alimentarla, yo tuve la culpa de que hiciera su nido. Cuando tenía diez años veía mis fotos de bebé y estaba convencida de que esa no era yo. Había algo diferente en los ojos de esa en el retrato sobre la chimenea, el cabello también era diferente. Hoy sé que es normal que los colores y las texturas cambien conforme uno envejece, pero en ese entonces para mí era bastante extraño. “No soy yo” —me decía a mí misma.


Un día que mi mamá me llevó al parque y reuní el coraje para preguntarle, me vio a los ojos con desconcierto; nunca antes había visto tanta tristeza en sus ojos. Fue como si yo la hubiera traicionado o  como si todos esos años de amarme y cuidarme no me hubieran bastado para entender que ella era mi mamá, mi mamita. Y es que ella nunca me hizo dudarlo, ella siempre lo demostraba; cuando me tocaba recitar poesías sin sentido ella estaba ahí para aplaudir aunque las palabras se trabaran en mi boca; cuando me vio bailar en mi cuarto por la ventana y sin decir nada me tomó de la mano y me llevó a mi primera clase de ballet. Tal vez no decía “te quiero” con todas sus letras, pero eran esos momentos los que me hacían saberlo.


No, ella nunca me hizo dudarlo. Fue ese señor que nunca estaba: don Teófilo. Si me preguntan sobre mi padre, no sé qué responder. Trabaja en el colegio. Tiene más hijos. Le gusta fumar puros habanos. Es todo lo que me dejó saber de su vida.


Pero es que ni siquiera nos parecemos. Cuando mamá murió y él no tenía más opción que llevarme con él al trabajo, me pasaba observando mi rostro y el suyo a través del espejo sucio que había junto a la puerta. Sus ojos son claros, los míos oscuros; mi piel es pálida y llena de pecas, la de él apiñonada y con verrugas. Él es duro y frío con la gente cercana, extrovertido y gracioso con sus colegas de trabajo, y deprimente cuando está solo.


Me enteré que tenía más hijos y me alegré mucho, siempre quise tener hermanos, pero él me gritó por haber esculcado entre sus cajones y me dijo que ellos y yo nunca nos conoceríamos. Estaba avergonzado de mí seguramente. Más tarde me di a la tarea de investigarlos y resulta que todos son médicos, abogados o arquitectos. ¿Qué iba a hacer el viejo con una bailarina en la familia? Se enojaba hasta por mis alergias. Es por eso que nunca me quiso. Yo era diferente a él. No me gustaba jugar con los hijos de sus amigos, tenía problemas para aprender en la escuela y sobre todo, lo mío, lo mío, era la danza. Pobrecito de don Teo, le salió una hija buena para nada.


Mayo del 2001. Me encantaba salir al patio y columpiarme mientras el aire tibio salpicaba mis brazos. Nunca aprendí a brincar la cuerda, a andar en bicicleta o en patines, pero me gustaba ver a mis vecinos hacer todas esas cosas desde el jardín de mi abuela. Cuando mi padre no podía llevarme con él a su oficina, me dejaba al cuidado de su suegra, una señora enojona pero muy chistosa de cabellos blancos. Doña Chole era ciega y se enojaba porque yo no hacía mucho ruido cuando jugaba, así que pensaba que le hacía travesuras.


Un día en mi cumpleaños, me enseñó a hacer un pastel. Le dijo a la vecina que me ayudara a prender el horno y todo lo demás lo hice yo sola. Me dijo: “yo solía hacerles sus pasteles a tu mamá cada año en forma de conejo, era su favorito; no puedo hacértelo a ti porque ya no veo pero te daré la receta y ese será tu regalo”.


El conejo quedó algo deforme pero hasta eso, muy sabroso. Me encantaba el olor a vainilla y coco que se desprendía de la cocina mientras el pastel se horneaba. Se suponía que mi papá llegaría de trabajar a las ocho y me llevaría a comprar mi regalo pero no llegó. No tuve fiesta ni nada, “los seis años no son gran cosa” —me decía mi abuela— “espérate a los quince y ahí sí le pides todo lo que quieras”.


Estuve jugando un rato a “las comiditas” con Pato, el hijo de la vecina. Tenía que presumirle que ya sabía hacer un pastel. Nos quedamos un buen rato sin hacer ruido y mi abuela se quedó dormida. Pato se me quedaba viendo muy raro, nunca un niño me había visto así, se me acercó y me dio un beso. Una sensación de vergüenza y culpa me llenó el corazón. Yo creía que cuando te besaban se sentía bonito. Me quedé helada. ¿Qué se supone que debía hacer?, ¿darle las gracias?, ¿darle una cachetada?, ¿ir y contarle el chisme a doña Chole? ¡Las nalgadas que me iba a dar!


No hice nada. Me quedé callada y recogí mis juguetes. Nunca le reclamé nada a Pato y cuando crecimos le dejé de hablar. Me robó mi primer beso.


Mayo del 2010. Se me entumieron las piernas y me sudaban las manos. La salita de espera era diminuta y estaba tan ansiosa que mordía mis uñas, me acomodaba  los tirantes, me tocaba el peinado, me veía en el reflejo del cuadro de flores frente a mí. Oía todo: el chicle de la recepcionista, el piano que tocaba dentro del estudio, la respiración pesada del chico que estaba a mi lado esperando su turno. Tenía tanta hambre, mi despertador no sonó y no comí bien. Tomé un sorbo a mi café y me quemé. ¡Ah! Llamaron mi nombre, seguía yo.


Nadie había volteado a verme. Las cuatro personas del jurado estaban tomando anotaciones o en sus teléfonos celulares, quejándose en Facebook de todas las horas que tenían que aguantar a bailarines púberos sin talento desfilando frente a ellos. Me distraje de nuevo. “¡Concéntrate, María!” —me gritaba mentalmente. No es tan difícil, lo he practicado por meses. Debe salir perfecto; la música sonó y mi alma se separó de mi cuerpo por un segundo. Regresó y comencé.


Sentía cada músculo contraerse, cada vello erizarse y no podía disfrutarlo. Estaba tan sumida en que los movimientos fueran precisos que me olvidé de todas esas emociones que me llenaban el corazón cada vez que bailaba. Esto no es arte, esto es rutina. El dolor en mis pies era insoportable, como cuchillos pequeñitos enterrándose en mis dedos. No me había pasado nunca, disfruto tanto la danza que el dolor viene hasta después, siempre. ¿Por qué pasaba esto? Terminé y el aire abandonó mi pecho junto con cualquier esperanza del futuro.


“Una vez más, con emoción”. ¿Qué pasa? Mis oídos zumbaban. “Una vez más, por favor”. Respiré hondo y la tensión se desvaneció. Entre tanto afán no me había percatado de lo lindo que era el estudio. Era enorme y la luz entraba desde las ventanas de arriba y se reflejaba en los espejos que cubrían tres paredes completas. Por un momento todo era tan silencioso, ya no escuchaba el lápiz contra el papel de los jueces, ni la respiración de nadie, sólo la mía y era regular; los nervios se habían ido. Me preparé para comenzar de nuevo, estiré mis brazos y mi espalda tronó pero sin dolor alguno. Nada dolía.


Mayo del 2013. Tenía tantas ganas de que alguien me abrazara y me dijera cosas tiernas al oído. Más que eso, quería creérmelo. Quería creer que podía sentir cosas buenas, no nada más dolor. Quería creer que había algún lugar más allá del pueblo donde crecí, donde tendría más oportunidades de conocer gente distinta, de sentirme libre y hacer con mi vida lo que me diera la gana.


Tenía tantas ganas de cumplir mis sueños y continuar en la compañía nacional. Era disciplinada y realmente me esforzaba por destacar.  Tres años me duró el gusto. Creí que estaba siendo inteligente. Que por fin estaba tomando buenas decisiones. Que la vida de incertidumbre había muerto junto con ese señor que resultó no ser mi padre después de todo. No tenía idea de qué iba a hacer con mi vida ahora. Ya no había nadie a quién acudir. Aun y cuando él no era mi verdadero padre, por lo menos sabía que había alguien ahí, de adorno. La cara que hubiera puesto.

Eduardo se robó mi juventud y mi belleza. Lo conocí en la compañía. Llevaba cinco años bailando allí y era el más grande. Me tomó por sorpresa. Tenía talento y no sólo en el escenario, aunque se robaba los aplausos de todos, las flores y las sonrisas, su talento más poderoso era seducir a las recién llegadas.


Cuando bailas para vivir siempre estás compitiendo por ser el mejor. Entrar a la compañía es lo más fácil pero nunca me lo dijeron. Mantenerte y ascender es lo complicado. Primero eres estudiante, si tienes suerte o conexiones puedes llegar a ser parte del cuerpo de baile y si te acuestas con el director puedes ser prima ballerina. Yo tuve suerte y en menos de seis meses entré al cuerpo de baile y me asignaron a Eduardo como pareja para una variación de Coppélia. Era el mejor de todos y todos querían que él fuera el siguiente bailarín principal de la compañía.


Me endulzó la vida. Me llenó de regalos y momentos que parecían especiales. Lo típico. Un año después de conocerlo, don Teo murió y Eduardo estuvo a mi lado, haciéndome creer que podía contar con él en las malas. Le abrí mi corazón como un libro y el leyó cada página aparentando interés. Cuando necesitaba refugiarme de la realidad podía contar con que él estaría ahí para mostrarme cosas nuevas y dejarme tomar un trago del sueño en el que vivía. Todo en su vida era perfecto. Yo codiciaba ese tipo de perfección, era mi único anhelo. Pero las alas eran prestadas y yo volé muy cerca del sol.

Mayo del 2030. Todavía conservo todas las fotos de mi juventud. Miro con nostalgia y con orgullo esa figura que solía ser la mía. La firmeza de mis brazos, el tamaño de mi cintura, mis piernas; aun cuando no me gustaban muchas partes de mi cuerpo y me la pasaba matándome de hambre para obtener la figura ideal, siempre me jacté de mis piernas.


Rozo mi muslo para sentir de nuevo la textura de las medias. Sigo poniéndomelas a diario, nunca dejé el hábito. También sigo recogiendo mi cabello de la misma manera; son las pequeñas cosas que todavía puedo disfrutar, ya que perdí la condición para seguir bailando y mis huesos ya no son los mismos. Los huesos de los bailarines se desgastan con mayor rapidez que los de una persona común. Contemplo mi rostro todos los días mientras me lleno de amargura y frustración. Por tantos años mi única meta fue la perfección. Cada jetté y cada pirueta debían ser bien ejecutados o si no…


Iba a guardar el álbum de fotos, pero antes de bajarlo vi un libro viejo arrinconado al fondo del baúl, lo único que me dejó al morir ese hombre frío y serio, siempre sumergido en sus letras. Yo nunca le agarré el gusto a la lectura, era demasiado enérgica y no podía permanecer tanto tiempo sentada; necesitaba bailar, lo necesitaba para vivir.


Coloqué el libro en mis piernas, han pasado casi veinte años de la muerte de don Teófilo y nunca lo había abierto siquiera, era de Benedetti. Lo dejé caer y una foto de mi hija salió de entre las hojas que me decían: “La perfección es una pulida colección de errores”.


Aquel hombre que nunca dijo nada hoy me recuerda la miseria en la que vivo; los sueños rotos que pudieron ser cumplidos si tan solo me hubiera apoyado con sus palabras. No, igual que en vida, las únicas palabras que salen de sus preciados libros me restriegan todo lo que me hace odiarme a mí misma.

Cierro el libro inmediatamente y vuelvo mis ojos al espejo una vez más, enfurecida. Mi piel me ha traicionado. Eduardo me lo repite una y otra vez: “eres joven, María. 35 años no son nada”. Estiro mis arrugas, odio cada grieta en mi rostro. Limpio mis lágrimas y tomo el lápiz labial. Hoy es la última función que daré. Debo apurarme. Debo pulir mis errores.



Me pongo el vestido que le gusta a Eduardo, aquel con el que bailamos nuestro primer pas de deux, será como un chiste negro. Deshago mi peinado y dejo caer mi cabello sobre mis hombros. Me recuesto acomodando el vestido con delicadeza sobre la cama y espero a que las pastillas me lleven lejos de mi propia frivolidad, lejos de este corazón cuyos sentimientos de bondad se fueron con mi madre, lejos de esta vida de recuerdos gratos pero no suficientes para sobrellevar lo demás. Me miro al espejo una última vez; al fin estoy perfecta.

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