Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

20 nov 2015

Frecuente

Charles Monroe

Lo primero que percibo al despertarme es el ruido de un pequeño ventilador expulsando aire caliente por la ranura del ordenador, sin abrir los ojos palpo entre las cosas en el escritorio, con la suerte que me cargo lo primero que derribo es una botella que por suerte esta vacía, hasta dar con el por fin, lo cierro; la dificultad para levantarme de cama es solo un poco más pesada que al inicio de la semana, no percibo el clima fuera de estas cuatro paredes, no hasta que me enjuago la cara; frio y pocas nubes adornan el grisáceo del cielo, y estando así, me es tan agradable.

Caminar por las calles se vuelve imperceptible un poco más que rutinario, los aromas en el viento no prevalecen por ningún lado, ni en las esquinas, ni los callejones, ni siquiera en las tiendas o en los cúmulos de gente alrededor de los cirquenses callejeros; buscar fragancias entre la peste se ha vuelto mi propio pan y circo.

Llevo el paso un poco más aprisa que el resto de las personas, y aun así me sigo sintiendo tan lento; llego a la barra y saludo como de costumbre, a pesar de que hace algo de frio, el caminar me ha dado algo de calor, pido un trago o dos, y observo el contexto, meseras de aquí y de allá llevando consigo tantos vasos como miradas indiscretas y uno que otro halago abrupto que a mi parecer ya raya en insulto.

Llevo un par de horas compartiendo tragos entre parroquianos difusos por el aire sucio y la humedad del suelo; no fue necesario que un argentino me dejase con la mano estirada antes de un partido para detestar el futbol, pido al hombre que está del otro lado de la caoba que cambie de canal -las ventajas de dejar más propina que basura de cacahuetes-. Nunca había notado lo apacible que son los viejos hablando de boxeo, ni lo impacientes que se ponen cuando sale un requinto de su estuche y está a punto de iniciar una bohemia, ¿es que acaso la música solo apacigua las bestias más jóvenes?.

Me palpo la chaqueta buscando cajetillas o un tabaco suelto, lo he encontrado demasiado tarde pues tengo que subir al colectivo; no entiendo ni mis propias mañas, eso de echar un vistazo en la morralla justo antes de abordar, a pesar de haber hecho la cuenta un par de veces, simplemente es algo que no me cuadra, no parece algo instintivo, no nací sabiendo vagar.

Me desplazo entre una pasarela de rostros borrosos y colores abruptos –que bueno que olvide mis lentes- y al situarme en una banca (no digo sentarme porque casi siempre me quedo con la cadera recargada en el filo de la misma) no puedo evitar voltear a todos lados, esperando ver quien voltea a verme. El día trasciende lento y yo cada vez me quedo más dormido en lugares poco adecuados, dirían entonces que “en tiempos de guerra cualquier agujero es trinchera” y yo, desde hace mucho que soy cautivo de un insomnio poco cautivante.

El regreso es prácticamente lo mismo que al llegar, insípido y silencioso, solo que con más tráfico, la cuidad llena luces que oscurecen el cielo y letreros que nadie por convicción lee; al abrir la puerta, un rechinido que parece arrastrarse por debajo de esta me propicia una sensación calmante (cosa curiosa es que nunca lo escucho cuando me voy), me recuesto en la silla mientras enciendo el ordenador, entre ventanas sobre Huxley y Antonio Parra, me topo de nuevo con ese rostro ovalado de ojos grandes y labios alargados, bebo un poco de vino y espero paciente a ver a qué hora le da la gana de vencerme al sueño.

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