Por: Edgar Moisés Camargo Castro
Y es el temor de regresar a casa y
encontrarme con tu fantasma lo que me obliga a quedarme en este bar. La tercera
noche en estado etílico me hace olvidar de a poco tu ausencia e imaginar que tu
recuerdo me acompaña esta noche.
Cerca de las tres de la mañana,
el cantinero me pide que regrese a casa con un toque de enfado en su voz. Ya
sin más remedio, y sin efectivo en la cartera, regreso a mi hogar donde la
dulce bienvenida de la soledad aguarda mi llegada. Tambaleante y aturdido con
cada paso dado, al ritmo de las lágrimas que me caen del rostro y sin saber
cómo llego a casa como los gatos, por simple instinto.
Todo el lugar es un caos desde que te fuiste: los platos no
están limpios; el suelo está cubierto por capas de polvo; hay papeles tirados
por todos lados; pero ni el desastre que es nuestro hogar se compara con el
malestar que llevo dentro.
Ya son casi las cuatro y el dolor no se va, se hace cada vez más
fuerte. Lágrimas inundan mis ojos y me vuelvo débil. Con un vaso de wiski en la
mano izquierda, y una pistola en la derecha, me dispongo a poner punto y final a
esta historia. Me voy con nuestro mejor recuerdo en la memoria, ese donde usas
el saco rojo que tanto me gusta. Voy con la ilusión de que seas tú quien me
reciba, allá a donde vaya.
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