Sus
dedos comenzaron a nadar entre un mar de teclas. Tenía en mente un cuento
divertido que involucraba conejos peludos y saltos pequeños… onomatopéyicos.
Siguió escribiendo y las ideas, casi ambiciosas, cobraban vida con el chocar de
la tinta en el papel. La mirada, excitada, seguía la pista de las letras al
tiempo que aparecían. Y así pasó su noche, entre arrebatos de ingenio y cafeína
exagerada.
Lo
despertó el sonido del teléfono y corrió para atenderlo. "Otra de esas ofertas de
productos milagrosos", pensaba mientras se dirigía de regreso a su estudio. Se
preguntaba si alguna vez alguien había caído en aquella trampa. Tomó el montón de papeles,
resultado del desvelo anterior y comenzó a leer. Le temblaban las manos a medida que repasaba la terrible
historia, que tenia frente a sus ojos. Su expresión cambió en un segundo: de
estar modorro pasó a sentirse aterrorizado. Arrojó con fuerza el escrito y se alejó de ahí. Rápidamente, salió a
tomar un poco de aire. Confundido regresó a su casa donde comenzó a caminar de un lado a otro; pensaba en por
qué -extraña- razón había una historia tan sanguinaria, donde había dejado un día
antes un cuento infantil. Concentrado en su incertidumbre, apenas escuchó que tocaban a su puerta.
Arturo
Cavia, su vecino, estaba teniendo problemas con su portón de nuevo y había
acudido en busca de su ayuda. Nunca entendió por qué lo buscaba, si sus
habilidades mecánicas prácticamente no existían. Bajaron juntos hablando de la
bisagra, que les había traído problemas desde hace tiempo; su visita lo distrajo por un rato. De pronto, olvidó el incidente del cuento. Batallaron contra la puerta por casi una hora, hasta que consiguieron llegar a una solución propia de un escritor de cuentos
infantiles y un maestro de gimnasia: cinta adhesiva.
Regresó
a su estudio y descubrió el escrito regado en el suelo. Lo recogió, lo acomodó
todo en un sólo montón de hojas; lo dejó sobre la mesa con cierto desprecio y
se quedó mirándolo un momento, sin leerlo.
Se
estaba haciendo tarde y tenía trabajo qué hacer. Para el siguiente día, su jefe
le había encargado una serie de cuentos infantiles para mandar editar de
inmediato. Hacía tiempo que los relatos para niños se habían vuelto un éxito en
la editorial en la que trabajaba. Se puso a escribir. Esta vez pensaba en una
historia llena de viejos sabios y lecciones de educación. Comenzó a vaciar sus ideas sobre el papel.
Era temprano en comparación con la hora en la que acostumbraba escribir. "Dormiré temprano y quizá consiga olvidarme de esta fastidiosa situación", se
dijo.
Esa noche, trazó la enseñanza que daría a los pequeños: una valiosa lección de modales en la mesa. Cada vez fue metiéndose más y más en el cuento. Sus ojos difícilmente se cerraban para parpadear, mientras sus manos no dejaban de teclear. Una vez más, se aceleró al redactar y concluyó en mitad de la madrugada. De pronto, se encontró profundamente dormido sobre su reciente obra. Cuando despertó, aún estaba obscuro. Se paró de la mesa, acomodó las hojas en una sola y, casi por instinto, las leyó de reojo. Estaba sucediendo de nuevo. Aquellas palabras no coincidían con lo que él había escrito. El miedo recorrió su cuerpo. Esta vez se llevó las hojas con él y siguió leyendo la historia en su cama. Esas palabras no pudieron haber salido de su imaginación de cuentista infantil.
Esa noche, trazó la enseñanza que daría a los pequeños: una valiosa lección de modales en la mesa. Cada vez fue metiéndose más y más en el cuento. Sus ojos difícilmente se cerraban para parpadear, mientras sus manos no dejaban de teclear. Una vez más, se aceleró al redactar y concluyó en mitad de la madrugada. De pronto, se encontró profundamente dormido sobre su reciente obra. Cuando despertó, aún estaba obscuro. Se paró de la mesa, acomodó las hojas en una sola y, casi por instinto, las leyó de reojo. Estaba sucediendo de nuevo. Aquellas palabras no coincidían con lo que él había escrito. El miedo recorrió su cuerpo. Esta vez se llevó las hojas con él y siguió leyendo la historia en su cama. Esas palabras no pudieron haber salido de su imaginación de cuentista infantil.
Se
cubrió con las sábanas y sólo pensó en aquella historia.
Despertó
con manchas de sangre sobre cuerpo. Se quedó paralizado. Después de mucho, se
tranquilizó un poco. Pensó que tal vez era una de esas ocasiones en que se sueña
con despertar en la vida real, para luego despertar en la
verdadera vida real. Esa pesadilla terminaría cuando abriera los ojos, estaba seguro. Aquella
nube siniestra que había estado dominando su escritura y sus sueños se alejaría
pronto. Todo volvería a la normalidad. Pero, abrió los ojos y la sangre aún
estaba tatuada en su cuerpo. Se levantó desesperado a buscar no sé qué
cosa; desordenó su escritorio y regó por todo el cuarto las hojas que había. La
energía que provenía del miedo y la desesperación, comenzó a descender. Entonces
cayó al suelo y cubrió su rostro con las manos. Empezó a llorar por un tiempo
indefinido y, cuando reaccionó, fue directamente hacia la cómoda.
Buscó en una caja escondida, sin encontrar lo que buscaba; no, no estaba ahí. El cuchillo que guardaba, para
alguna situación que esperaba nunca padecer, había desaparecido. Su llanto
seguía fluyendo. Esta vez con una lentitud insoportable.
Salió
de su casa. Imaginó lo peor y lo encontró allí afuera, tirado en el piso: Arturo
con el cuchillo de su mesa de noche, metido en el cuerpo.
Estaba
volviendo a pasar. Era por eso que había dejado ya dos ciudades. Pensó que
cambiando de profesión, conseguiría borrar su pasado y seguir adelante. Pensó que podía dejar de matar. Pero le
quedó claro en ese momento, que hay cosas que queman y dejan una marca
indeleble.
Arrastró
el cuerpo hasta el interior de su casa.
Limpió el desmán sanguinario y prosiguió a firma el cuento. Ahora su nombre es Arturo Cavia.
Limpió el desmán sanguinario y prosiguió a firma el cuento. Ahora su nombre es Arturo Cavia.
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