Por: Aurora Graciela Canet Álvarez
Paz, Octavio.
“Entre irse y quedarse”.
Árbol adentro.
México: Seix Barral,
1990.
El autor es asertivo al titular el poema “Entre irse y quedarse”, puesto
puntualiza y convoca al tiempo, a la vida misma. En este transcurrir el presente es anclado en el pasado y proyectado
al futuro. Ese entre es el presente
como intersticio, transición; un simple momento tan fugaz que ya no existe. Y
comienza el poeta: “Entre irse y quedarse duda el día, / enamorado de su
transparencia.” (I:1-2). Aquí, ese día parece ser en realidad el ser humano y este
enamoramiento de la transparencia hace referencia a la esencia del ser, a la
búsqueda incansable de: ¿quién soy yo? Es entonces el tiempo la vida misma, y ese
presente el fluir del transcurrir que está entre irse y quedarse que va inexorablemente
hacia la muerte. Muerte que es representada metafóricamente en el relato por la
noche. Sin embargo, la muerte y el tiempo son entendidos en el sentido de la
pregunta que se hace Levinas: ¿se puede entender el tiempo en relación con el
Otro en lugar de la relación con el final? Y así jugamos a conjeturar si ese transcurrir
y esa vida y esa muerte, son un círculo infinito y no una ruptura. No un
cierre, sino sólo parte de un ciclo, en donde presente, pasado y futuro son uno
continuo, uno determinado por el anterior y en relación al Otro.
Por otra parte, la voz lírica del poeta surge del pensamiento lógico;
es una voz sumamente cuidada, que corresponde a la intelectualidad; y que es
hermética. Es una voz metafórica y simbólica que nos pasea constantemente por
conceptos y filosofías complejos con la suavidad y armonía de la poesía y la
determinación del intelecto. En este poema, Paz presenta el tiempo como una
relación con lo absolutamente Otro, ya que la trascendencia sólo se vuelve
posible en el Otro, en el movimiento hacia él. “La luz hace del muro
indiferente / un espectral teatro de reflejos.” (II:11-12), donde el tiempo es
la vida, y la vida es sofocada en la Alteridad. Esa Otredad presente en las
ideas, los mitos. Donde la humanidad es un teatro de refracciones de sí mismo y
la existencia se transforma en tiempo oprimido en reflejos, espectros de lo que
eres tú mismo: el Otro. El ser humano se encuentra a sí mismo en la Otredad en
un momento brevísimo del tiempo y estalla el presente, ese que en el segundo en
que lo percibes es pasado y ya no ahora. Un presente condicionado por el pasado
y ambos tiempos que condicionan al futuro. Y el tiempo se convierte en ese algo
sin rupturas; como el día y la noche, como la tarde de Paz: “La tarde circular
es ya bahía: / en su quieto vaivén se mece el mundo.” (II:3-4). Ese instante en
el que se mece el mundo es el tiempo circular, es el ciclo de la vida; ese
eterno retorno: el vaivén constante.
Ahora bien, la paridad discurre a lo largo de la obra. Desde que la
nombra hasta el pareado de sus 8 estrofas. La rima asonante de los dos primeros
versos establece ese tiempo que es la vida, y que a su vez es motivada por la
búsqueda de la esencia. El resto del poema es un verso libre arítmico, en donde
Paz nos confronta con la realidad de nuestro transcurrir: la vida humana no es
más que la suma de las acciones y decisiones de uno mismo en el pasado. El autor nos enfrenta al hecho de que el
futuro siempre está ahí, nunca oculto, como responsabilidad y consecuencia. El pasado,
el presente y el futuro son sólo un ciclo definido por lo hecho por uno mismo,
y dice el autor: “Todo es visible y todo es elusivo,” (III:5). Esa afirmación
del tiempo, como la vida, queda reafirmada en el texto: “Latir del tiempo que
mi sien repite / la misma terca sílaba de sangre.” (V:9-10); pero la
intervención de la sílaba hace referencia al lenguaje como parte vital de la
vida humana y de esa búsqueda de sí mismo.
Y es así como el poeta nos embarca en esta aventura llena de tropos
que nos descubren mundos simbólicos latentes. Con sus dos primeros versos nos
abraza en una prosopopeya donde el día se transforma en acción: un dudar y un
enamoramiento. Pero siempre en esta tonalidad del tiempo y la vida
representados en el día, En este trayecto nos encontramos con la anáfora en los
versos 5 y 6, donde ese todo nos vuelve a remontar al futuro que está cerca, que
es intocable. El tiempo mismo es así: intocable en el presente, en el pasado y
en el futuro. Ese porvenir que tenemos justo enfrente y evitamos porque no
queremos saber y preferimos justificar con el Destino, Dios, Azar o la casualidad,
a confrontarnos como responsables; todo es la simple causalidad de nuestros
actos. Al seguir el viaje pasamos por la sinécdoque que nos habla así: “Los
papeles, el libro, el vaso, el lápiz / reposan a la sombra de sus nombres.”
(IV:7-8). Un tomar el todo por sus partes, un todo que es el lenguaje. Esa
acción del hombre que nombra para permitir que las cosas existan y demostrarse
su capacidad de demiurgo; inclusive de su propia vida. Y se cierra este
maravilloso viaje con una metáfora encadenada, una metonimia en sus versos 11 y
12, ahí late un transcurrir que determina la teatralidad de la vida porque es
en el tiempo en donde se ha creado toda la tradición humana que es parte del mí
mismo. Esa tradición que vivimos día a día sin darnos cuenta, en la que somos
personajes de teatro, escenario donde encontramos y desencontramos nuestro
reflejo.
Por lo tanto, el tiempo está presente a lo largo del texto como ese
vaivén circular del crepúsculo de la obra; toca y trastoca temas complejos y
recurrentes como la otredad y el lenguaje. Al inicio del poema se sugiere una
búsqueda del mí mismo que culmina en
un descubrimiento en el Otro: “En el centro de un ojo me descubro; /no me mira,
me miro en su mirada.” (VII:13-14), al encontrarse, reencontrarse y
configurarse en el Otro; se enfrenta a que nada termina, que el transcurrir, la
existencia, el hombre y el ser son círculos inconclusos que se mueven
eternamente entre irse y quedarse.
De la misma forma hábil en que se ha configurado la obra, el poeta construye
el final presentando esta idea de la
infinitud del tiempo, de la vida del ser, donde no hay discontinuidad porque el
presente es sólo una nada en la que estamos detenidos, un paréntesis, una
pausa. Tan breve, que cuando se percibe, ya no es. “Se disipa el instante. Sin
moverme, / yo me quedo y me voy: soy una pausa.” (VIII: 15-16), porque una vida
humana, aislada en el tiempo es pausa, nada. Pero el tiempo infinito se
encuentra en el ser, en la esencia humana que vive en cada uno de nosotros, en
ese centro del ojo en donde todos nos vemos y en donde todos nos miramos. Así, el
escritor presenta uno de los dos temas que fundamentan su poesía: el tiempo. El
otro, predominante en el autor, es la poesía en sí misma. Poesía que es amante
y cómplice al aproximarnos al entender, nombrar, buscar y saciar por breves
momentos esa inquietud acerca todo lo posible y lo imaginable: el amor, el
desamor, la creación, la alteridad, el entre
irse y quedarse, el todo y el tiempo.
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