Por: Jaime Preciado
La
casa era muy amplia: grandes jardines, cuartos espaciosos y rincones oscuros. Mi
hermana Luz, con quien vivía, era tranquila, estudiosa y amaba escribir pequeños relatos. En
cambio yo, me apasioné por el arte, la escultura. Esculpir me brindaba una sensación de creación; tener el poder de condicionar al mármol, me así sentir especial.
Luz y yo solíamos cocinar con las sobras de un restaurante cercano. El dueño era amigo mío; su generosidad nos ayudaba a subsistir. La escultura, como se sabe, no es bien pagada. Una noche tocaron a la puerta. Un joven de actitud noble, pantalones rotos y camisa fina,
dijo:
Luz y yo solíamos cocinar con las sobras de un restaurante cercano. El dueño era amigo mío; su generosidad nos ayudaba a subsistir. La escultura, como se sabe, no es bien pagada. Una noche tocaron a la puerta. Un joven de actitud noble, pantalones rotos y camisa fina,
dijo:
-Busco artistas.
-Sí, llegó al lugar indicado -respondí con entusiasmo.
-Quiero una estatua igual a mi mujer -dijo con un tono amoroso.
Me
entregó una imagen de la silueta y un sobre con muchas monedas. Se despidió de manera peculiar, como esperando algo, como quien guarda una esperanza. Quedé sorprendido, pues nadie antes había tocado a mi puerta para solicitarme un trabajo en particular.
"La
idea de morir es perturbadora para muchos. Dejar de existir, me crispa la
piel. Que alguien cercano a mi no exista, me entristece. Amar a una
persona y perder su existencia, me lleva a un puente entre la razón y la
locura, Por lo cual puedo vivir mucho o poco tiempo", pensó.
La creación se tornó principio. Luz,
miraba mi obra con ojos penetrantes. Pasaba noches enteras, siguiendo el
movimiento de mis manos contra el mármol. Una escultura de mujer: preciosa, esbelta, marmórea. Luz, fue abandonando su pasión por la literatura; dedicó sus noches a ver el cincel formar el mármol. Mi preciosa de
piedra blanca y esfuerzo. Me enamoré.
Luz
se fue. Huyó de casa, al creerme poseído. Mi amor estuvo a sus anchas para sólo dedicarme a mi
escultura. ¿Existe el amor entre un hombre y una piedra?
Jamás
extrañé a Luz. Mi escultura lo era todo. El mármol me consumía poco a poco. Sí,
había cambiado. No necesitaba de nadie más para existir, para ser.
El
tiempo transcurrió. Contemplaba a mi preciosa de blanca piel marmórea, sin tocarla. Así empezó a llenarse de polvo y de melancolía.
¿Qué sentido tenía amar a alguien que no ama? Mi existencia misma se puso a
juicio entre ambos. ¿Ella me había formado o yo a ella?
Una
noche llena de vino y Vivaldi escuchándose a mi alrededor, tomé la decisión. Ella me había creado, me había moldeado. Yo era su obra de arte, su blanca escultura marmórea. La soga tomó mi cuello, como un abrazo a la inexistencia. Me colgué.
Desperté.
Caminé hacia el lienzo en blanco. Sí, la pintura se pintó. El pincel y el
lienzo convergieron. Crearon mi obra. Tanta lucha contra el bruto óleo, que no
se aclaró. Mediocre pensamiento, tratar de pintar un sueño, ¿no?
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