Por: Silvia Romero
Estaba sentada a la mesa envuelta con su mejor vestido. Por la
forma como movía sus pies y la expresión de tedio en su cara, pude notar su
desesperación. Justo al dar las seis, de un salto, se levantó. Me miró
fijamente con sus hermosos ojos verdes, pero al mismo tiempo parecía que no me
veía; cómo si escondiera algo. Se acercó a mí. Me besó. Luego la vi partir.
No podía más. Hacía días que la duda me asfixiaba; sus constantes salidas, esas llegadas tarde; ya no reía cuando le contaba mis tontos chistes y sus besos ya no se sentían tan míos. Ya no podía sentir esa pasión que nos enviciaba al estar juntos. Yo la amaba, la amé desde que la conocí y la amaría hasta el último día de mi vida.
Decidí averiguar. Cauteloso caminé tras ella. La vi tomar
un taxi; subí a mi coche lo más rápido que pude y la seguí hasta un viejo
almacén en las orillas de la ciudad. Escondido tras unos arbustos estaba un
viejo corvett negro. Me detuve a observar.
El corazón me latía tan rápido, que sentía que se salía de mi pecho.
La duda se volvió miedo. El miedo se convirtió en furia. La furia
se transformó en tristeza, cuando la vi bajar del taxi y abrazar a un hombre
que ya la esperaba. Sentí un dolor tan agudo como el de una daga que
atravesaba el corazón al verla entregarle un beso con tanta pasión, ese beso
que era mío, que siempre debió ser mío. Quise matarla. ¡Dios! ¡Ella no sabe el
dolor que ahora me está causando! ¡No sabe que me está matando! Quise gritarlo, pero las palabras se ahogaron en mi garganta, antes de sentir el agua en mis pulmones.
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