Por: Ivonne Fabila García
Comenzaba
a caer la noche cuando Raúl llegó a su departamento en el cuarto piso de la
calle dos. Llevaba una botella de vino en la mano y Doña Gertrudis, la vecina,
como siempre, observaba escondida entre las cortinas detrás de la ventana.
Al
llegar fue recibido por Penélope, su esposa. Se dirigieron a la cocina y él abrió
la botella que llevaba en las manos; sirvió dos copas de vino mientras ella
terminaba de picar los jitomates para la pasta. Él se acercó a su mujer por
detrás, dejando las copas justo frente a ella. Penélope, como quien explota, le dijo:
"¡Lo sé todo! Sé que me engañas con la mujer del vestido rojo. Sí, la
rubia que estaba esperando el otro día frente al edificio". Entre sollozos, continuó: "Ya hacía tiempo que lo notaba, las manchas de labial en tus camisas
y el olor a perfume barato. ¡No lo soporto más!" Gritó y golpeó con sus
dos manos la barra de la cocina sobre la que picaba los jitomates.
De
pronto se escuchó el grito escalofriante de Penélope. Raúl salió corriendo del
edificio con las manos y la camisa manchadas de sangre. Doña Gertrudis, con prisa y susto, se dirigió al departamento. La encontró tirada en la cocina sobre
un charco de sangre, con una puñalada en el estomago. Temblando llamó a la policía, la cual no tardo demasiado en acudir al lugar
de los hechos.
Al
llegar la policía a inspeccionar ya se encontaban varios vecinos en el lugar, pues Doña
Gertrudis había ido de casa en casa anunciando el suceso. De inmediato, comenzó
a preguntar por algún detective. Al encontrarlo, se presentó: "Buenas noches, señor detective. Soy Gertrudis, viuda Gutiérrez. ¡Pobre de mi! ¡Sola sin nadie quien
me proteja, porque ya hace varios años que mi Pancho nos dejó… y ahora esto!
¡Pobre de mi! ¡Pobre de mi!"
–Dígame
señora, ¿usted vio o escuchó algo?
–¡No
vaya a pensar que soy metiche!, ¿eh? Pero fíjese que este muchachito Raúl
últimamente llegaba ya muy noche al departamento; a veces ya ni lo veía. Yo
creo que estaba engañando a la pobre de Penélope. ¡Ay, tan buena que era!
Pobrecilla, cómo ha de haber sufrido con ese marido. Y sí, sí fue el
malvado de Raúl quien la mató. Llegó hace un rato ya con unas copas encima,
pues hasta la botella de vino traía en la mano. Y después, ¡ah!, el grito, el
azote de puerta. Alcancé a ver correr a Raúl lleno de sangre. ¿Qué más
evidencia quiere? Él la mató ¡Ay, pobre de mi! ¡Yo que estoy tan sola!
–Señora,
tendrá que ir a declarar a la delegación.
–Si, señor detective. Lo haré, lo haré. ¡Es mi deber!
Después
de escuchar a Doña Gertrudis, el detective se dirigió nuevamente hacia la
cocina para buscar evidencias. Ahí se preguntó: "¿Qué razones tendría Raúl
para matar a su esposa?" Observó que cerca de la estufa se encontraba la botella de
vino prácticamente llena; que en la barra, donde Penélope picaba los jitomates, se hallaban dos copas llenas de vino. También había una cajita, una envoltura
de regalo arrugada y una nota salpicada de sangre. Acto seguido, miró con detenimiento el cadáver. Del cuello de Penélope
colgaba una costosa cadena de oro con un dije en forma de corazón.
El
detective comenzó a deducir las pistas y se dijo: "El relato de Doña
Gertrudis no coincide con los hechos. Si Raúl hubiese llegado tomado, la
botella que llevaba en la mano no estaría casi llena. ¿Y las copas servidas?, seguro estaban celebrando algo... el regalo... la nota: ¡Feliz
aniversario! Te amo. Raúl. Además, ¿por qué él compraría un dije tan
costoso y escribiría ese mensaje si pensaba matarla? Según los testigos no hubo
muestras de discusión, sólo aquel grito aterrador; y el cuerpo no
presenta golpes. Qué curioso que la puñalada fue en el estomago y
ella yace frente a la barra, dando la espalda a la estufa, entonces, ¿cómo pudo
ser apuñalada por Raúl?”
Horas
más tarde, encontraron a Raúl y lo llevaron a declarar. El detective comenzó a
interrogarlo:
-Confiesa,
¡lo sé todo! Tu vecina, la Señora Gertrudis también ya declaró. ¿Por qué la
mataste?
-Esa
vieja chismosa, no tiene ide...
-¡Basta! No
tienes escapatoria.
Con
ojos llorosos y notablemente desconcertado comenzó a confesar.
–Llegué
al departamento. Eran pasadas las siete de la noche. Serví el vino para brindar
por nuestro aniversario, mientras Penélope picaba algo; Dios sabe qué. Cuando
puse la copa frente a ella para brindar me reclamó sobre mi amante. Es cierto
tengo una amante, pero ¡yo no la maté! ¡Yo amaba a mi mujer!
–Entonces
quién la mató, ¿eh? –dijo el detective
–Hace
ya un par de semanas, mi amante me esperaba frente al edificio donde vivo.
Penélope iba a mi lado, así que muy discretamente le hice una seña con la
cabeza y con los ojos para que se fuera. Pensé que Penélope no lo había notado,
pues no dijo nada. Pero esta noche, me reclamó mis amoríos. Me dijo que
no estaba dispuesta a tolerar esa situación; así que para calmarla, le entregué
el dije que le había comprado la semana pasada; quería sorprenderla. Me pidió
que se lo pusiera. Luego me rogó que la abrazara. Pensé
que se solucionarían las cosas. Parado detrás de ella, pasé mis brazos por su
cintura. Deslicé mis manos hacia su vientre y besé su cuello. Entonces, con voz
suave, me dijo: "Mi muerte será tu castigo". En ese momento no
comprendí, ni tuve oportunidad de reaccionar ante su plan malévolo. Nunca me di
cuenta en qué momento volvió a tomar el cuchillo con el que picaba las cosas
para la cena. Tomó mi mano izquierda y, en un abrir y cerrar de ojos, con mi
mano entre las suyas, se enterró el cuchillo. Lo que le digo es verdad. No
importa si voy a la cárcel o no, ella logró su cometido: siempre me sentiré
culpable por su muerte. Pero mi peor castigo será su ausencia, pues a pesar de
todo, la amaba.
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