Aideé Sánchez Infante
MASCARAS
Mi amigo era una persona
increíble, una persona llena de vitalidad y con una sonrisa todos los días. Su
voz dejaba extasiados a todos, su ingenio iluminaba hasta a las personas más
ingenuas. Él organizaba eventos y buscaba el futuro. Una persona que siempre me
pedía consejo para cualquier cosa.
En él me refugié cuando los
problemas comenzaron en la escuela, podía contarle muchas de mis penas y
viceversa. Una tarde me encontré con sus "amigos" y, una plática llevó
a otra y, caí en cuenta, que mi amigo era una mentira viviente. ¿Cómo podía
contar una vida que no existía? Era increíble todas las falsedades que decía a
las diferentes personas con las que se relacionaba. No lo creía, sus ojos
acuosos al contarme sus tragedias eran tan reales, su voz tan persuasiva, de
manera que lo apoyaba dándole siempre la razón. Sin embargo, el impacto era tan
grande que guarde silencio y me preguntaba a cada rato si en verdad él nunca
había dicho tales mentiras hacia mi persona.
Durante una semana sólo pude
pensar en su verdadero rostro, en sus palabras sin obtener resultado. Con el
tiempo nos volvimos fríos y antes de separarnos, me invitó a su cumpleaños en
el que quedé desplazado en una esquina. Estaba frustrado por haber asistido,
pues no conocía a nadie y al mirarlo tan feliz mis puños se cerraban, deseando
gritar en todo momento y falleciendo con cada minuto que pasaba.
La noche cerró con la
despedida de mi amigo, un abrazo de mi parte y una sonrisa en mi rostro
diciéndole felicidades antes de subir al auto y mirarlo por última vez. Recuerdo
que él me miró sonriendo, como siempre lo hacía cuando nos juntábamos para
contar nuestras penas, y, entonces, ahí me di cuenta: yo también era un
mentiroso.
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