Karina Guadalupe
Méndez Gallegos
Sólo veía verde, estaba
por todos lados. A cualquier dirección que volteara, Victoria observaba
árboles. Eso le gustaba, era natural, fresco y cómodo. Había suficiente sol
para calentar el cuerpo y pasarse el día recostada sobre el pasto; caer dormida
durante horas y horas, cual si fuera Alicia.
Caminaba entre los
frondosos árboles, curiosa por cualquier ruido o criatura que se le apareciera.
Entonces los vio. Cuatro hermosos caballos comiendo del pasto, tranquilos, y
sin notar las presencia de la niña. Pensó en acariciarlos pero estaba algo
temerosa. Eran majestuosos, bravos y con grandes ojos.
Piso una rama y los
caballos la notaron. El más grande de ellos comenzó a acercarse lentamente, de
color marrón oscuro y en la frente una marca color blanca como la nieve.
Victoria estaba paralizada, no podía moverse ni un centímetro. Cerró los ojos
con fuerza, extendió la mano y espero para que no se la comiera, mientras todo
su cuerpo temblaba.
De repente, sintió
calidez en su mano, después cabellos gruesos y suaves. Abrió despacio un ojo,
luego el otro. Ahí estaban frente a frente, mirándose a los ojos el caballo y
ella. Acaricio al caballo una y otra vez, lo abrazo, le hablo despacio y con
ternura. Se dio cuenta de que ya estaba a un costado del corcel. Se sujetó del
pescuezo, se balanceo y ya estaba montada en él.
Se agarró lo más fuerte
que pudo y comenzó a galopar, sintiendo el aire en su cara, escuchaba como el
aire soplaba las hojas de los árboles, mientras recorrían el infinito bosque.
Aflojo su agarre y dejo que su compañero la guiara hacia el fin.
Volaban, eran libres. La
niña se sintió feliz como nunca antes… tranquila, plena y llena de paz. Con sus
manos, acaricio el firmamento y supo entonces, que nada más importaba.
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