José Antonio López Carrera
Regreso fatigado, después de aquella batalla
perdida. Yo, coronel de cinco estrellas, cómo se nos puede ir la vida. Abro la
puerta y entro. Mientras recorro los pasillos de aquel lugar frío y lúgubre, se
ven: formados y en dos hileras. Volteo a un lado, al otro. Me esperaban: firmes,
bien parados, bien alineados. Unos más chaparros que otros. Algunos tan flacos
que parecen no poder pararse por sí mismos, pero sus compañeros, los detienen. Nunca
falta el típico gordo, perdido allá atrás. A más de uno se le puede ver lo
viejo. Pero en firmes. Mientras camino sobre la fila, voy mirando a cada uno.
Ellos, me ven como si me quisieran decir algo. Puedo leer en ellos sus nombres.
Parpadeo. Los voy rozando con las yemas de mis dedos. Hasta que salta uno a
relucir, el corazón palpita con más fuerza y la respiración se vuelve más
rápida y entrecortada. Me paro frente a él. Le observo de arriba abajo. Una
especie de miedo y misterio aparecen en mí. ¿Alguna vez has sentido ese
hormigueo que va recorriendo tu columna vertebral? Pues con ese escalofrió, tomando
valor: suspiro. Sólo puedo decir algo, que yo no lo tomé. Él, me escogió a mí.
Nadie recuerda el día en que empezó a leer.
Jamás recodamos las primeras letras que desciframos en aquel texto primero. Lo
que si nunca olvidamos, es aquel libro que nos escogió por primera vez. Uno
piensa que son solo letras y cosas de esas. Cimiento en alguna pata mal hecha,
de una mesa. Pero ahí estaba yo, en aquella biblioteca sucia y fúnebre,
recorriendo cada pasillo hasta encontrarnos. Lo recuerdo bien. Era de una pasta
gruesa y negra, de letras doradas. Ahí, comencé a leer. Cuando uno entiende la
importancia de su contenido, lo toma como amigo, para regresar a esa guerra sin
fin.
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