Charles Monroe
Lo primero que percibo
al despertarme es el ruido de un pequeño ventilador expulsando aire caliente
por la ranura del ordenador, sin abrir los ojos palpo entre las cosas en el
escritorio, con la suerte que me cargo lo primero que derribo es una botella que
por suerte esta vacía, hasta dar con el por fin, lo cierro; la dificultad para
levantarme de cama es solo un poco más pesada que al inicio de la semana, no
percibo el clima fuera de estas cuatro paredes, no hasta que me enjuago la
cara; frio y pocas nubes adornan el grisáceo del cielo, y estando así, me es
tan agradable.
Caminar por las calles
se vuelve imperceptible un poco más que rutinario, los aromas en el viento no prevalecen
por ningún lado, ni en las esquinas, ni los callejones, ni siquiera en las tiendas
o en los cúmulos de gente alrededor de los cirquenses callejeros; buscar
fragancias entre la peste se ha vuelto mi propio pan y circo.
Llevo el paso un poco
más aprisa que el resto de las personas, y aun así me sigo sintiendo tan lento;
llego a la barra y saludo como de costumbre, a pesar de que hace algo de frio,
el caminar me ha dado algo de calor, pido un trago o dos, y observo el
contexto, meseras de aquí y de allá llevando consigo tantos vasos como miradas
indiscretas y uno que otro halago abrupto que a mi parecer ya raya en insulto.
Llevo un par de horas
compartiendo tragos entre parroquianos difusos por el aire sucio y la humedad
del suelo; no fue necesario que un argentino me dejase con la mano estirada
antes de un partido para detestar el futbol, pido al hombre que está del otro
lado de la caoba que cambie de canal -las ventajas de dejar más propina que
basura de cacahuetes-. Nunca había notado lo apacible que son los viejos
hablando de boxeo, ni lo impacientes que se ponen cuando sale un requinto de su
estuche y está a punto de iniciar una bohemia, ¿es que acaso la música solo
apacigua las bestias más jóvenes?.
Me palpo la chaqueta
buscando cajetillas o un tabaco suelto, lo he encontrado demasiado tarde pues
tengo que subir al colectivo; no entiendo ni mis propias mañas, eso de echar un
vistazo en la morralla justo antes de abordar, a pesar de haber hecho la cuenta
un par de veces, simplemente es algo que no me cuadra, no parece algo
instintivo, no nací sabiendo vagar.
Me desplazo entre una pasarela
de rostros borrosos y colores abruptos –que bueno que olvide mis lentes- y al
situarme en una banca (no digo sentarme porque casi siempre me quedo con la
cadera recargada en el filo de la misma) no puedo evitar voltear a todos lados,
esperando ver quien voltea a verme. El día trasciende lento y yo cada vez me
quedo más dormido en lugares poco adecuados, dirían entonces que “en tiempos de
guerra cualquier agujero es trinchera” y yo, desde hace mucho que soy cautivo de
un insomnio poco cautivante.
El regreso es
prácticamente lo mismo que al llegar, insípido y silencioso, solo que con más
tráfico, la cuidad llena luces que oscurecen el cielo y letreros que nadie por
convicción lee; al abrir la puerta, un rechinido que parece arrastrarse por
debajo de esta me propicia una sensación calmante (cosa curiosa es que nunca lo
escucho cuando me voy), me recuesto en la silla mientras enciendo el ordenador,
entre ventanas sobre Huxley y Antonio Parra, me topo de nuevo con ese rostro
ovalado de ojos grandes y labios alargados, bebo un poco de vino y espero
paciente a ver a qué hora le da la gana de vencerme al sueño.
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