Claudia Antunes
Tres años sin
saber de él. Hasta que llegó aquel día en el que por casualidad me topé con su
nombre. ¡Por fin había logrado su sueño! Lo tomé como la señal que tanto había
esperado y no dudé ni un segundo en ir.
Estaba nerviosa y
sola, entre miles de personas. Rodeada de vestidos de lunares, flores de
colores, sombreros elegantes y de un calor casi insoportable. En cuestión
de instantes ya no era la gente quien hablaba, sino el silencio.
Recuerdo ese mudo momento que me hacía sentir algo inexplicable. Era uno de esos silencios que dicen tanto.
Divagaba
emocionada por lo que después de tanto tiempo -finalmente sería- había
soñado años con este encuentro. Lo añoraba. Me hacia ilusión el instante en el que
nuestras miradas chocarían, en el que él notaría mi presencia.
De pronto, una fuerza bestial me regresó
a la realidad: era negro, imponente. Pero lo que en verdad me devolvió a la
vida fue verlo a él, como jamás lo había visto: tan seguro y sereno;
deslumbrante y elegante. Estaban ahí los dos, con miles de ojos encima, mirándose.
Poco a poco la emoción, contenida en el suspenso, fue invadiéndonos a todos.
-"¡Oooo...lé!"
- aclamaba el público satisfecho, elogiándolo.
La gente hacia comentarios
acerca de las faenas, yo no entendía lo que decían, sin embargo me gustaba
lo que veía porque lo podía sentir.
Breve y limpia era
la pausa en la reunión. Los pies inmóviles, los movimientos ligados, unidos.
Ambos se fundían creando un arte magnífico, casi imposible. Se enfrentaban
temiéndose, se defendían, se complementaban. Trompetas y tambores le hacían compañía al encuentro de sus miedos valientes,
a sus miradas que no se separaban. Mantenían un diálogo tan íntimo que sólo
ellos eran capaces de comprender.
De un momento a otro, la emoción se transformó en angustia. Parecía como si poner su vida en juego le diera más vida. A mí me arrebataba de una manera abrupta, desgarradora.
Se abrió un
paréntesis en el tiempo. De un modo irónico éste se había inmortalizado. Me
inundó un miedo que jamás había sentido. Todo
a mí alrededor dejó de existir. Los segundos eran eternos, el silencio ahora
era abrumador, el aire me sofocaba. Mi vista, aunque fija en aquella terrible
escena, era borrosa. Como si se rehusara a presenciar lo que estaba
ocurriendo a unos cuantos metros.
Era tal su
estúpida insistencia en no despegar los pies del suelo que entonces
pasó lo que todos temíamos. En seco, lo levantó prendido por un muslo, cayó
sobre su cabeza. Su traje se tiñó de un rojo intenso.
Y ahí, tirado en
la arena, entre sollozos incoherentes, me brindó su última mirada. Esa que en
tres años no había chocado con la mía.
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