Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

22 may 2014

Cuento infantil

Por: Citlalli González Pérez



Sus dedos comenzaron a nadar entre un mar de teclas. Tenía en mente un cuento divertido que involucraba conejos peludos y saltos pequeños… onomatopéyicos. Siguió escribiendo y las ideas, casi ambiciosas, cobraban vida con el chocar de la tinta en el papel. La mirada, excitada, seguía la pista de las letras al tiempo que aparecían. Y así pasó su noche, entre arrebatos de ingenio y cafeína exagerada.

Lo despertó el sonido del teléfono y corrió para atenderlo. "Otra de esas ofertas de productos milagrosos", pensaba mientras se dirigía de regreso a su estudio. Se preguntaba si alguna vez alguien había caído en aquella trampa. Tomó el montón de papeles, resultado del desvelo anterior y comenzó a leer. Le temblaban  las manos a medida que repasaba la terrible historia, que tenia frente a sus ojos. Su expresión cambió en un segundo: de estar modorro pasó a sentirse aterrorizado. Arrojó con fuerza el escrito y se alejó de ahí. Rápidamente, salió a tomar un poco de aire. Confundido regresó a su casa donde comenzó a caminar de un lado a otro; pensaba en por qué -extraña- razón había una historia tan sanguinaria, donde había dejado un día antes un cuento infantil. Concentrado en su incertidumbre, apenas escuchó que tocaban a su puerta. 

Arturo Cavia, su vecino, estaba teniendo problemas con su portón de nuevo y había acudido en busca de su ayuda. Nunca entendió por qué lo buscaba, si sus habilidades mecánicas prácticamente no existían. Bajaron juntos hablando de la bisagra, que les había traído problemas desde hace tiempo;  su visita lo distrajo por un rato. De pronto, olvidó el incidente del cuento. Batallaron contra la puerta por casi una hora, hasta que consiguieron llegar a una solución propia de un escritor de cuentos infantiles y un maestro de gimnasia: cinta adhesiva.

Regresó a su estudio y descubrió el escrito regado en el suelo. Lo recogió, lo acomodó todo en un sólo montón de hojas; lo dejó sobre la mesa con cierto desprecio y se quedó mirándolo un momento, sin leerlo. 

Se estaba haciendo tarde y tenía trabajo qué hacer. Para el siguiente día, su jefe le había encargado una serie de cuentos infantiles para mandar editar de inmediato. Hacía tiempo que los relatos para niños se habían vuelto un éxito en la editorial en la que trabajaba. Se puso a escribir. Esta vez pensaba en una historia llena de viejos sabios y lecciones de educación.  Comenzó a vaciar sus ideas sobre el papel. Era temprano en comparación con la hora en la que acostumbraba escribir. "Dormiré temprano y quizá consiga olvidarme de esta fastidiosa situación", se dijo.

Esa noche, trazó la enseñanza que daría a los pequeños: una valiosa lección de modales en la mesa. Cada vez fue metiéndose más y más en el cuento. Sus ojos difícilmente se cerraban para parpadear, mientras sus manos no dejaban de teclear. Una vez más, se aceleró al redactar y concluyó en mitad de la madrugada. De pronto, se encontró profundamente dormido sobre su reciente obra. Cuando despertó, aún estaba obscuro. Se paró de la mesa, acomodó las hojas en una sola y, casi por instinto, las leyó de reojo. Estaba sucediendo de nuevo. Aquellas palabras no coincidían con lo que él había escrito. El miedo recorrió su cuerpo. Esta vez se llevó las hojas con él y siguió leyendo la historia en su cama. Esas palabras no pudieron haber salido de su imaginación de cuentista infantil.

Se cubrió con las sábanas y sólo pensó en aquella historia.

Despertó con manchas de sangre sobre cuerpo. Se quedó paralizado. Después de mucho, se tranquilizó un poco. Pensó que tal vez era una de esas ocasiones en que se sueña con  despertar en la vida real, para luego despertar en la verdadera vida real. Esa pesadilla terminaría cuando abriera los ojos, estaba seguro. Aquella nube siniestra que había estado dominando su escritura y sus sueños se alejaría pronto. Todo volvería a la normalidad. Pero, abrió los ojos y la sangre aún estaba tatuada en su cuerpo. Se levantó desesperado a buscar no sé qué cosa; desordenó su escritorio y regó por todo el cuarto las hojas que había. La energía que provenía del miedo y la desesperación, comenzó a descender. Entonces cayó al suelo y cubrió su rostro con las manos. Empezó a llorar por un tiempo indefinido y, cuando reaccionó, fue directamente hacia la cómoda. Buscó en una caja escondida, sin encontrar lo que buscaba; no, no estaba ahí. El cuchillo que guardaba, para alguna situación que esperaba nunca padecer, había desaparecido. Su llanto seguía fluyendo. Esta vez con una lentitud insoportable.

Salió de su casa. Imaginó lo peor y lo encontró allí afuera, tirado en el piso: Arturo con el cuchillo de su mesa de noche, metido en el cuerpo.

Estaba volviendo a pasar. Era por eso que había dejado ya dos ciudades. Pensó que cambiando de profesión, conseguiría borrar su pasado y seguir adelante. Pensó que podía dejar de matar. Pero le quedó claro en ese momento, que hay cosas que queman y dejan una marca indeleble.

Arrastró el cuerpo hasta el interior de su casa. 
Limpió el desmán sanguinario y prosiguió a firma el cuento. Ahora su nombre es Arturo Cavia.






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