Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

15 nov 2016

Santa Desgracia

Santa Desgracia
Por: Adonai Uresti González
El viejo tuvo que besarla forzado por mis amenazas, en sus caras podía verse, más que desagrado, una culpa que los hacía preguntarse si todo era real. Sus manos jamás volverían a tocar unos muslos tan suaves y pomposos. Su falo estaba inmóvil, no podía tomar la fuerza que siempre se asomaba sin decoro alguno. La mirada la dirigía al cielo como implorando que el suplicio terminara, clamando la muerte. Quizá el viejo había aprendido, quizá el viejo no volvería a detenerse a olfatear el vestido a lunares blancos. Quizá.
Sus dedos siempre fueron duros y eran muy rasposos. Don Filemón se pasaba las horas tallando maderas y barnizándolas, hasta la hora de la comida cuando aprovechaba para leer el periódico y preguntarme acerca de la escuela. Yo cursaba el tercer grado y dos coletas bien apretadas adornaban mi cabeza. Me gustaban los moños y Pili, mi abuela, cada que volvía del mercado de los jueves regresaba con uno en su bolso del mandado. Me regalaba uno cuando dejaba mi plato totalmente vacío, a pesar de que no me gustaban las zanahorias me las comía,  casi las tragaba por la emoción de tener un moño más. El de color azul siempre fue mi favorito, combinaba con casi todos mis vestidos y con el uniforme de la escuela.
         Don Filemón era el segundo esposo de mi abuelita Pili, a mi verdadero abuelo no lo conocí puesto que falleció en un accidente a caballo un par de años antes de que yo naciera. Por lo que dicen, a él no le gustaban los niños. Mis padres, por otro lado, amaban a los niños, a todos los niños, menos a mí. Con el tiempo aprendí que, en gran medida, fui el motivo de muchas discusiones entre ellos dos. Truncaba sus carreras. Los escuché varias veces decirlo mientras, en mi habitación, fingía dormir y lloraba y lloraba hasta que me quedaba dormida.
         Pasaba todas las tardes en casa de Pili. Me consentía en demasía tal vez porque era su única nieta, puros varones en la familia. Me horneaba pasteles pequeños, me enseñó a cocinar, me regalaba hojas de colores con las que, por las tardes, me enseñaba a hacer figurillas de origami, Don Filemón solo observaba y tallaba, bebía jerez, observaba y tallaba. Vivíamos en Santa Desgracia, un pequeño pueblo de Zacatecas. Un calor que deshacía tu ánimo mermaba tres cuartas partes del año. Los cabellos se te pegaban en la frente; había ocasiones en que podías llegar a bañarte hasta 3 veces al día. En la puerta de hasta atrás estaba el único baño de la casa. No tenía cortina la regadera, era un baño sencillo solo había en él la taza, un lavabo y nada más. Si olvidabas llevar tu toalla tenías que correr por el pasillo hasta llegar a la habitación. Varias veces sorprendí a Don Filemón abrir su puerta y salir a hurtadillas para verme mientras las gotas aún escurrían por mi cuerpo desnudo. Regresaba a su cuarto y se encerraba un buen tiempo ahí.
         Yo compartía mi cuarto con Mati, una niña dos años mayor que yo, aunque cursábamos ambas el mismo grado en la escuela. Don Filemón siempre decía que Mati no era su hija, pero Pili me contó que fue fruto de una aventura con una mujer dieciocho años más joven que él. Mati jamás me quiso. Todo el tiempo peleábamos y yo le correspondía ese mal trato. Me escondía mis moños, se ponía mis vestidos y los ensuciaba a propósito. Un día, incluso, se pinchó el dedo con un alfiler y le brotó un hilito de sangre y, como traía mi vestido blanco, derramó las gotas en la parte trasera del mismo solo con la intención de molestarme.
         A los 11 años empezó a fumar a escondidas y el abuelo llegó a regañarme porque el olor no se desprendía de mis trapos por estar junto a ella siempre. Me puso en su regazo para reprenderme. No decía palabras fuertes, sus manos recorrían mis piernas mientras yo me negaba a aceptar la culpa del regaño. En mis adentros pensaba que Mati no se había salido con la suya. En lugar de regaños y castigos me llevé un par de arrumacos de esos que Don Filemón solía dar: cosquillas en las costillas, besos en el cuello y caricias por todo mi cuerpo. Sus dedos siempre fueron duros y eran muy rasposos. Me ponía de pie, me daba una nalgada y me dejaba ir.
         Aquí el olor se ha vuelto insoportable y no logro encajar del todo, estoy acostumbrándome al trato pero lloro todos los días, a cada rato, a penas mis mejillas se han secado cuando viene a mi mente el recuerdo y vuelve el llanto a escurrir por mi piel. Mis ojos están cansados, hinchados, deshechos. Mi pecho está cansado, hinchado, desecho.
         Recordar es volver a morir. Me encontraba en el sofá practicando un poema que debía aprenderme para la escuela, ya era tarde pero no quería irme a dormir hasta que me lo hubiera aprendido de memoria:
Bajo la lluvia yacen las horas,
Sobre la almohada sueñan los niños,
Se van las nubes, todo mejora,
Pueden ser dueños de su destino.
  Pili y Mati ya dormían, Don Filemón había salido desde temprano a entregar un encargo a la entrada del pueblo. Cuando llegó pude notar su rostro colorado, la camisa mal abotonada y el cierre de sus vaqueros abierto. Se sentó junto a mí y me preguntó qué estaba haciendo. Apestaba a alcohol y suciedad, de esa moral más que corporal. Le dije que ensayaba y no me hizo mucho caso. Yo apenas podía mantener mis ojos abiertos, el sueño me mataba y más temprano que tarde me quedé dormida. Me despertó un pinchazo, como un pellizquito en la entrepierna, cuando abrí los ojos ahí estaba; con su cabeza entre mis piernas, y su mano dentro del pantalón. No pude evitar dejar escapar un quejido, de sorpresa, de miedo, de angustia. Levantó la cabeza y fingí estar dormida. Sacó su miembro del pantalón y sentía cómo lo frotaba contra mis muslos. De un instante a otro sentí a la muerte escurriendo por mis ingles en forma de sangre. Mis lágrimas escurriendo por mi rostro en forma de sueños sin cumplir. Sentía con cada golpeteo que se desgarraba algo dentro de mí. El viejo me violó, ahora lo sé. Terminó de hacer lo que estaba haciendo, se acomodó los pantalones, fue a la cocina a beber agua y se dirigió a su habitación. Se había manchado mi vestido, ese que jamás volví a usar, el de lunares blancos. Yo no podía cargar con la vergüenza que significaría contarle a Pili lo sucedido, mucho menos a Mati. Era algo que tenía que guardarme para mí.
Es cierto, extraño mi libertad pero cada cosa cometida ha valido la pena hasta ahora. Quizá algún día aprenda. He olvidado, o me he empeñado en olvidar, la cantidad de veces que esto sucedió. Al viejo ya no le importaba que yo no estuviera dormida. Se sentaba junto a mí y empezaba a tocar mi espalda, mi cuello, mi sexo, y se masturbaba viéndome a los ojos con el mayor descaro posible. Sus dedos siempre fueron duros y eran muy rasposos. No puedo decir que me acostumbré a eso, uno nunca se acostumbra a morir de poquito en poquito. Simplemente las heridas conforme se cierran abren tu mente, tus miedos van desapareciendo, aprendes de todo y un día de tantos y sin avisar actúas sin más.
Había ocasiones en que ingresaba a mi habitación y me besaba toda, me jalaba los cabellos y forcejeaba contra mí. Yo no podía defenderme, era inútil y si cooperaba no me dolía tanto, no me daban tantas ganas de matarme, llegaría el día y solo era cuestión de esperar, un par de besos más, un par de costras más.
Pili murió. Ella nunca supo lo ocurrido, pero en su lecho de muerte prometí vengarme de cada cosa sufrida, si me había aguantado tanto tiempo fue solamente por ella, para no decepcionarla, de Don Filemón, de mí misma. Yo había cumplido diecisiete años y decidí irme de ahí, no importaba el destino, solo quería largarme de aquel lugar llamado hogar. Aunque sabía que algún día habría de regresar a cobrarme cada rasguño, cada hematoma en mi piel, cada penetración y laceración en mi infantil sexo. Me dirigí con Don Fermín, el sacerdote de la parroquia, a contarle mi sufrimiento, a confesarme pues, después de todo, me sentía sucia. A Don Fermín se le subieron los colores al rostro y me tachó de mentirosa y lujuriosa, me dijo:
-Ay, niña, así son las muchachitas de tu edad, ya no hayan ni qué inventar para llamar la atención. Y si fuera verdad todo lo que me dices, ¿qué puedo yo hacer? Así son las cosas en Santa Desgracia, eres mujer y es parte de tu obligación servir a los hombres. Ahora, huye del pueblo antes de que tus blasfemias empiecen a llegar a los oídos de la gente y te ganes un castigo más grande que el que Dios ya te tiene preparado por tus actos.
Hoy que soy mayor sé que Dios nunca me quiso, sé que yo tampoco lo quiero tanto, me escupe cada que puede y juega conmigo cada que está aburrido. Pero aún le rezo, por si es que algún día decide perdonarme por fallarle siempre. Es más, que me castigue por decir estas cosas, estoy muy avergonzada, eso creo.
Volví diez años después. Con veintisiete encima las cosas son más claras, pero no aprendes a perdonar, no esas cosas. Desde que entré al pueblo podía oler la tan ansiada venganza, venía a mi cabeza la imagen de Don Filemón poniéndome su pene en las manos para que lo acariciara y al mismo tiempo el  asco y miedo que había sentido en el pasado y podía sentirlo ahora. Me reía y seguía acercándome a su casa, esperaba ver a aquel hombre siempre fuerte y alto y me preguntaba si me reconocería. Por fin llegué, me recibió una mujer muy atractiva con el cabello oxigenado, era Mati pero no me reconoció. Le dije que si se encontraba su padre y de inmediato fue a llamarlo. Al verlo parado en la puerta todas mis fuerzas desaparecieron y comencé a llorar tímidamente, él me reconoció y en sus ojos se dilataban las pupilas, quizá por miedo o por sorpresa, quizá jamás imaginó tenerme enfrente de él ya no tan indefensa como antes. Sin duda el viejo había perdido muchos kilos, usaba bastón para sostenerse y su cabeza comenzaba a dar ciertos indicios de calvicie. Fumaba un cigarrillo y como por instinto lo apagué en su frente y el viejo grito de dolor y se tiró al piso. Lo arrinconé y lo llevé al cuarto de Mati. ¿Se acuerdan de mí? Pregunté, con dificultades y sacando valor de quién sabe dónde, pude someterlos y atarlos de las manos.
Fue cuando me di cuenta que no había planeado las cosas muy bien, solo llevaba un par de sogas, un martillo, clavos y un cuchillo. Con este fue que los amedrenté para que no intentaran nada. El rímel de los ojos de Mati comenzó a desvanecerse y suplicaba piedad, le di una bofetada y de su labio superior cayó una gotita de sangre que escurrió sobre sus jeans, como en los viejos tiempos. Don Filemón consciente de todo simplemente agachaba la cabeza.
         Cometí actos impensables, ahora que lo pienso con mayor detenimiento, pero la sed de venganza te bloquea por instantes y solo piensas en el sufrimiento que eres capaz de causar en la gente que tanto detestas. Saqué el martillo y los clavos, descalcé al viejo y uno a uno comencé a clavar sus dedos al suelo, fracturando cada hueso por la fuerza del fierro. Don Filemón gritaba, gemía, lloraba y en sus ojos tambaleantes se reflejaba el charco de sangre que se formaba en sus pies. Tomé un poco de la sangre y la embarré en el rostro del viejo, la escena era sádica, me sentía mejor que nunca y sonreía con placer. Al terminar con todos sus dedos bajé su pantalón hasta las pantorrillas, y liberé sus manos con la amenaza de que si hacía algo continuaría con los dedos de Mati. A lo que él dijo:
¡No, a mi hija no le hagas nada! ¡Si quieres matarme hazlo, pero déjala libre, ella no es culpable de nada!
Sí, era su hija, a pesar de habérmelo negado toda la vida. Mejor para mí, pensé. Tomé su pene con la mano izquierda y con el martillo en la derecha lo golpee levemente, se mordió el labio en señal de dolor, lo hice ahora más fuerte, y otra vez, y así hasta que el viejo parecía perder la conciencia. Liberé a Mati y la arrodillé frente a su padre, tomé sus manos y las puse alrededor de su falo hinchado y palpitante por el trato. La obligué a masturbarlo. El viejo lloraba y me rogaba ceder, de igual manera que Mati. La hice sentar en sus piernas para que él pudiera tocar su pecho. Tuvo que hacerlo con el llanto como testigo. El viejo tuvo que besarla forzado por mis amenazas, en sus caras podía verse, más que desagrado, una culpa que los hacía preguntarse si todo era real. Sus manos jamás volverían a tocar unos muslos tan suaves y pomposos. Su falo estaba inmóvil, no podía tomar la fuerza que siempre se asomaba sin decoro alguno. La mirada la dirigía al cielo como implorando que el suplicio terminara, clamando la muerte. Quizá el viejo había aprendido, quizá el viejo no volvería a detenerse a olfatear el vestido a lunares blancos. Quizá. La besaba con cariño, le pedía perdón y la abrazaba. Ambos lloraban siendo presas de la situación, dibujé una cruz en el aire deseándoles mis más sinceras bendiciones.
         Mi alma había descansado, miré al cielo y levanté las manos, pedí perdón a mi Dios y acto seguido me persigné con los dedos ensangrentados, en mi frente quedó una marca roja. Me dirigí a la parroquia a confesarme. Don Fermín había fallecido y el joven sacerdote que me atendió escuchó todo con un asombro y escándalo tal que no dudó en llamar de inmediato a la policía. Así son las cosas en Santa Desgracia. Las patrullas tardaron en llegar al pueblo, la cárcel más cercana estaba a dos kilómetros, pero no estaba capacitada para crímenes de esta magnitud y me llevaron hasta la ciudad para juzgarme. Ya no recuerdo ni siquiera a cuántos años se me sentenció, solo sabía que moriría ahí dentro.

         Más tarde supe que Mati había escapado de la casa y dejó a Don Filemón ahí, clavados los pies al piso y que este había muerto desangrado. Es cierto, extraño mi libertad pero cada cosa cometida ha valido la pena hasta ahora. Quizá algún día aprenda. El lugar apesta a podredumbre, pero no se compara con el olor de mis manos, huelen a muerte. Jamás volví a hablar con nadie de lo sucedido, solo con Dios, sé que él entenderá por qué hice lo que hice, si es que un día se acuerda de mí. Nadie se acuerda de la gente de Santa Desgracia, ni siquiera Dios, ni siquiera Dios.

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