Santa Desgracia
Por: Adonai Uresti González
El
viejo tuvo que besarla forzado por mis amenazas, en sus caras podía verse, más
que desagrado, una culpa que los hacía preguntarse si todo era real. Sus manos
jamás volverían a tocar unos muslos tan suaves y pomposos. Su falo estaba inmóvil,
no podía tomar la fuerza que siempre se asomaba sin decoro alguno. La mirada la
dirigía al cielo como implorando que el suplicio terminara, clamando la muerte.
Quizá el viejo había aprendido, quizá el viejo no volvería a detenerse a
olfatear el vestido a lunares blancos. Quizá.
Sus
dedos siempre fueron duros y eran muy rasposos. Don Filemón se pasaba las horas
tallando maderas y barnizándolas, hasta la hora de la comida cuando aprovechaba
para leer el periódico y preguntarme acerca de la escuela. Yo cursaba el tercer
grado y dos coletas bien apretadas adornaban mi cabeza. Me gustaban los moños y
Pili, mi abuela, cada que volvía del mercado de los jueves regresaba con uno en
su bolso del mandado. Me regalaba uno cuando dejaba mi plato totalmente vacío,
a pesar de que no me gustaban las zanahorias me las comía, casi las tragaba por la emoción de tener un
moño más. El de color azul siempre fue mi favorito, combinaba con casi todos
mis vestidos y con el uniforme de la escuela.
Don Filemón era el segundo esposo de mi
abuelita Pili, a mi verdadero abuelo no lo conocí puesto que falleció en un
accidente a caballo un par de años antes de que yo naciera. Por lo que dicen, a
él no le gustaban los niños. Mis padres, por otro lado, amaban a los niños, a
todos los niños, menos a mí. Con el tiempo aprendí que, en gran medida, fui el
motivo de muchas discusiones entre ellos dos. Truncaba sus carreras. Los
escuché varias veces decirlo mientras, en mi habitación, fingía dormir y
lloraba y lloraba hasta que me quedaba dormida.
Pasaba todas las tardes en casa de
Pili. Me consentía en demasía tal vez porque era su única nieta, puros varones
en la familia. Me horneaba pasteles pequeños, me enseñó a cocinar, me regalaba
hojas de colores con las que, por las tardes, me enseñaba a hacer figurillas de
origami, Don Filemón solo observaba y tallaba, bebía jerez, observaba y
tallaba. Vivíamos en Santa Desgracia, un pequeño pueblo de Zacatecas. Un calor
que deshacía tu ánimo mermaba tres cuartas partes del año. Los cabellos se te
pegaban en la frente; había ocasiones en que podías llegar a bañarte hasta 3
veces al día. En la puerta de hasta atrás estaba el único baño de la casa. No
tenía cortina la regadera, era un baño sencillo solo había en él la taza, un
lavabo y nada más. Si olvidabas llevar tu toalla tenías que correr por el pasillo
hasta llegar a la habitación. Varias veces sorprendí a Don Filemón abrir su
puerta y salir a hurtadillas para verme mientras las gotas aún escurrían por mi
cuerpo desnudo. Regresaba a su cuarto y se encerraba un buen tiempo ahí.
Yo compartía mi cuarto con Mati, una
niña dos años mayor que yo, aunque cursábamos ambas el mismo grado en la
escuela. Don Filemón siempre decía que Mati no era su hija, pero Pili me contó
que fue fruto de una aventura con una mujer dieciocho años más joven que él.
Mati jamás me quiso. Todo el tiempo peleábamos y yo le correspondía ese mal
trato. Me escondía mis moños, se ponía mis vestidos y los ensuciaba a
propósito. Un día, incluso, se pinchó el dedo con un alfiler y le brotó un
hilito de sangre y, como traía mi vestido blanco, derramó las gotas en la parte
trasera del mismo solo con la intención de molestarme.
A los 11 años empezó a fumar a
escondidas y el abuelo llegó a regañarme porque el olor no se desprendía de mis
trapos por estar junto a ella siempre. Me puso en su regazo para reprenderme.
No decía palabras fuertes, sus manos recorrían mis piernas mientras yo me
negaba a aceptar la culpa del regaño. En mis adentros pensaba que Mati no se
había salido con la suya. En lugar de regaños y castigos me llevé un par de
arrumacos de esos que Don Filemón solía dar: cosquillas en las costillas, besos
en el cuello y caricias por todo mi cuerpo. Sus dedos siempre fueron duros y
eran muy rasposos. Me ponía de pie, me daba una nalgada y me dejaba ir.
Aquí el olor se ha vuelto insoportable
y no logro encajar del todo, estoy acostumbrándome al trato pero lloro todos
los días, a cada rato, a penas mis mejillas se han secado cuando viene a mi
mente el recuerdo y vuelve el llanto a escurrir por mi piel. Mis ojos están
cansados, hinchados, deshechos. Mi pecho está cansado, hinchado, desecho.
Recordar es volver a morir. Me
encontraba en el sofá practicando un poema que debía aprenderme para la escuela,
ya era tarde pero no quería irme a dormir hasta que me lo hubiera aprendido de
memoria:
Bajo
la lluvia yacen las horas,
Sobre
la almohada sueñan los niños,
Se
van las nubes, todo mejora,
Pueden
ser dueños de su destino.
Pili y Mati ya dormían, Don Filemón había
salido desde temprano a entregar un encargo a la entrada del pueblo. Cuando
llegó pude notar su rostro colorado, la camisa mal abotonada y el cierre de sus
vaqueros abierto. Se sentó junto a mí y me preguntó qué estaba haciendo.
Apestaba a alcohol y suciedad, de esa moral más que corporal. Le dije que
ensayaba y no me hizo mucho caso. Yo apenas podía mantener mis ojos abiertos,
el sueño me mataba y más temprano que tarde me quedé dormida. Me despertó un
pinchazo, como un pellizquito en la entrepierna, cuando abrí los ojos ahí
estaba; con su cabeza entre mis piernas, y su mano dentro del pantalón. No pude
evitar dejar escapar un quejido, de sorpresa, de miedo, de angustia. Levantó la
cabeza y fingí estar dormida. Sacó su miembro del pantalón y sentía cómo lo
frotaba contra mis muslos. De un instante a otro sentí a la muerte escurriendo
por mis ingles en forma de sangre. Mis lágrimas escurriendo por mi rostro en
forma de sueños sin cumplir. Sentía con cada golpeteo que se desgarraba algo
dentro de mí. El viejo me violó, ahora lo sé. Terminó de hacer lo que estaba
haciendo, se acomodó los pantalones, fue a la cocina a beber agua y se dirigió
a su habitación. Se había manchado mi vestido, ese que jamás volví a usar, el
de lunares blancos. Yo no podía cargar con la vergüenza que significaría
contarle a Pili lo sucedido, mucho menos a Mati. Era algo que tenía que
guardarme para mí.
Es
cierto, extraño mi libertad pero cada cosa cometida ha valido la pena hasta
ahora. Quizá algún día aprenda. He olvidado, o me he empeñado en olvidar, la
cantidad de veces que esto sucedió. Al viejo ya no le importaba que yo no
estuviera dormida. Se sentaba junto a mí y empezaba a tocar mi espalda, mi
cuello, mi sexo, y se masturbaba viéndome a los ojos con el mayor descaro
posible. Sus dedos siempre fueron duros y eran muy rasposos. No puedo decir que
me acostumbré a eso, uno nunca se acostumbra a morir de poquito en poquito.
Simplemente las heridas conforme se cierran abren tu mente, tus miedos van
desapareciendo, aprendes de todo y un día de tantos y sin avisar actúas sin
más.
Había
ocasiones en que ingresaba a mi habitación y me besaba toda, me jalaba los
cabellos y forcejeaba contra mí. Yo no podía defenderme, era inútil y si
cooperaba no me dolía tanto, no me daban tantas ganas de matarme, llegaría el
día y solo era cuestión de esperar, un par de besos más, un par de costras más.
Pili
murió. Ella nunca supo lo ocurrido, pero en su lecho de muerte prometí vengarme
de cada cosa sufrida, si me había aguantado tanto tiempo fue solamente por
ella, para no decepcionarla, de Don Filemón, de mí misma. Yo había cumplido
diecisiete años y decidí irme de ahí, no importaba el destino, solo quería largarme
de aquel lugar llamado hogar. Aunque sabía que algún día habría de regresar a
cobrarme cada rasguño, cada hematoma en mi piel, cada penetración y laceración
en mi infantil sexo. Me dirigí con Don Fermín, el sacerdote de la parroquia, a
contarle mi sufrimiento, a confesarme pues, después de todo, me sentía sucia. A
Don Fermín se le subieron los colores al rostro y me tachó de mentirosa y
lujuriosa, me dijo:
-Ay,
niña, así son las muchachitas de tu edad, ya no hayan ni qué inventar para
llamar la atención. Y si fuera verdad todo lo que me dices, ¿qué puedo yo
hacer? Así son las cosas en Santa Desgracia, eres mujer y es parte de tu
obligación servir a los hombres. Ahora, huye del pueblo antes de que tus
blasfemias empiecen a llegar a los oídos de la gente y te ganes un castigo más
grande que el que Dios ya te tiene preparado por tus actos.
Hoy
que soy mayor sé que Dios nunca me quiso, sé que yo tampoco lo quiero tanto, me
escupe cada que puede y juega conmigo cada que está aburrido. Pero aún le rezo,
por si es que algún día decide perdonarme por fallarle siempre. Es más, que me
castigue por decir estas cosas, estoy muy avergonzada, eso creo.
Volví
diez años después. Con veintisiete encima las cosas son más claras, pero no
aprendes a perdonar, no esas cosas. Desde que entré al pueblo podía oler la tan
ansiada venganza, venía a mi cabeza la imagen de Don Filemón poniéndome su pene
en las manos para que lo acariciara y al mismo tiempo el asco y miedo que había sentido en el pasado y
podía sentirlo ahora. Me reía y seguía acercándome a su casa, esperaba ver a
aquel hombre siempre fuerte y alto y me preguntaba si me reconocería. Por fin
llegué, me recibió una mujer muy atractiva con el cabello oxigenado, era Mati
pero no me reconoció. Le dije que si se encontraba su padre y de inmediato fue
a llamarlo. Al verlo parado en la puerta todas mis fuerzas desaparecieron y
comencé a llorar tímidamente, él me reconoció y en sus ojos se dilataban las
pupilas, quizá por miedo o por sorpresa, quizá jamás imaginó tenerme enfrente
de él ya no tan indefensa como antes. Sin duda el viejo había perdido muchos
kilos, usaba bastón para sostenerse y su cabeza comenzaba a dar ciertos
indicios de calvicie. Fumaba un cigarrillo y como por instinto lo apagué en su
frente y el viejo grito de dolor y se tiró al piso. Lo arrinconé y lo llevé al
cuarto de Mati. ¿Se acuerdan de mí? Pregunté, con dificultades y sacando valor
de quién sabe dónde, pude someterlos y atarlos de las manos.
Fue
cuando me di cuenta que no había planeado las cosas muy bien, solo llevaba un
par de sogas, un martillo, clavos y un cuchillo. Con este fue que los amedrenté
para que no intentaran nada. El rímel de los ojos de Mati comenzó a
desvanecerse y suplicaba piedad, le di una bofetada y de su labio superior cayó
una gotita de sangre que escurrió sobre sus jeans, como en los viejos tiempos.
Don Filemón consciente de todo simplemente agachaba la cabeza.
Cometí actos impensables, ahora que lo
pienso con mayor detenimiento, pero la sed de venganza te bloquea por instantes
y solo piensas en el sufrimiento que eres capaz de causar en la gente que tanto
detestas. Saqué el martillo y los clavos, descalcé al viejo y uno a uno comencé
a clavar sus dedos al suelo, fracturando cada hueso por la fuerza del fierro.
Don Filemón gritaba, gemía, lloraba y en sus ojos tambaleantes se reflejaba el
charco de sangre que se formaba en sus pies. Tomé un poco de la sangre y la
embarré en el rostro del viejo, la escena era sádica, me sentía mejor que nunca
y sonreía con placer. Al terminar con todos sus dedos bajé su pantalón hasta
las pantorrillas, y liberé sus manos con la amenaza de que si hacía algo
continuaría con los dedos de Mati. A lo que él dijo:
¡No,
a mi hija no le hagas nada! ¡Si quieres matarme hazlo, pero déjala libre, ella
no es culpable de nada!
Sí,
era su hija, a pesar de habérmelo negado toda la vida. Mejor para mí, pensé.
Tomé su pene con la mano izquierda y con el martillo en la derecha lo golpee
levemente, se mordió el labio en señal de dolor, lo hice ahora más fuerte, y
otra vez, y así hasta que el viejo parecía perder la conciencia. Liberé a Mati
y la arrodillé frente a su padre, tomé sus manos y las puse alrededor de su
falo hinchado y palpitante por el trato. La obligué a masturbarlo. El viejo
lloraba y me rogaba ceder, de igual manera que Mati. La hice sentar en sus
piernas para que él pudiera tocar su pecho. Tuvo que hacerlo con el llanto como
testigo. El viejo tuvo que besarla forzado por mis amenazas, en sus caras podía
verse, más que desagrado, una culpa que los hacía preguntarse si todo era real.
Sus manos jamás volverían a tocar unos muslos tan suaves y pomposos. Su falo
estaba inmóvil, no podía tomar la fuerza que siempre se asomaba sin decoro
alguno. La mirada la dirigía al cielo como implorando que el suplicio
terminara, clamando la muerte. Quizá el viejo había aprendido, quizá el viejo
no volvería a detenerse a olfatear el vestido a lunares blancos. Quizá. La
besaba con cariño, le pedía perdón y la abrazaba. Ambos lloraban siendo presas
de la situación, dibujé una cruz en el aire deseándoles mis más sinceras
bendiciones.
Mi alma había descansado, miré al cielo
y levanté las manos, pedí perdón a mi Dios y acto seguido me persigné con los
dedos ensangrentados, en mi frente quedó una marca roja. Me dirigí a la
parroquia a confesarme. Don Fermín había fallecido y el joven sacerdote que me
atendió escuchó todo con un asombro y escándalo tal que no dudó en llamar de
inmediato a la policía. Así son las cosas en Santa Desgracia. Las patrullas
tardaron en llegar al pueblo, la cárcel más cercana estaba a dos kilómetros,
pero no estaba capacitada para crímenes de esta magnitud y me llevaron hasta la
ciudad para juzgarme. Ya no recuerdo ni siquiera a cuántos años se me
sentenció, solo sabía que moriría ahí dentro.
Más tarde supe que Mati había escapado
de la casa y dejó a Don Filemón ahí, clavados los pies al piso y que este había
muerto desangrado. Es cierto, extraño mi libertad pero cada cosa cometida ha
valido la pena hasta ahora. Quizá algún día aprenda. El lugar apesta a
podredumbre, pero no se compara con el olor de mis manos, huelen a muerte.
Jamás volví a hablar con nadie de lo sucedido, solo con Dios, sé que él
entenderá por qué hice lo que hice, si es que un día se acuerda de mí. Nadie se
acuerda de la gente de Santa Desgracia, ni siquiera Dios, ni siquiera Dios.
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