Por: Ana Lucía Vázquez Alvarado
Pixeles de RGB burlándose de mí, parpadeando sobre la hoja virtual y silenciosa que hacía que me dolieran los ojos, en especial por la falta de sueño y apetito de los últimos días, en los que solo me sentaba a que la pantalla se riera de mí a carcajada suelta, igual que como lo habían hecho mis compañeros de la escuela, mis amigos, mi padre y mis hermanas.
Ja, ja, ja. Repetí los saltitos idiotas de esa barra de pixeles negra. Dice que va a ser escritor, pero es solo un pasatiempo. Ja, ja, ja. Lo que pasa es que no sabe que quiere hacer. Ja, ja, ja. Todo siempre se resolvía con una risa idiota y una palmada en el hombro desde que le robaba los libros de poesía a mis hermanas por no tener nada mejor que hacer en la casa cuando era niño.
El monitor se apagó y me recompensó esa noche con mi reflejo negro, una copia de mí hecha de oscuridad, hecha a partir de pantallas, de la escritura fría sobre teclas virtuales que se sentían tristes y muertas bajo mis dedos torpes. Mi vida se componía de pantallas y pixeles, de reflejos negros que a veces no me atrevía a mirar. Entonces observé el otro lado del escritorio.
La herencia seguía ahí, mía desde siempre, mía por derecho a pesar de que mis hermanas y primos insistían en venderla. La salvé de sus intenciones esa misma tarde, también por eso estaba tan cansado, no me gustaba pelearme con ese parlamento que no dejaba de tomar decisiones sin mí, solo porque se consideraban mayoría y porque había nacido doce años tarde. Pero la máquina siempre me había pertenecido desde que aprendí a usarla, y era mía ahora más que nunca, con la firma de mi abuela en el testamento, lo único que me dejó porque sabía que era lo único que quería y lo único por lo que me pelearía.
Ya habían pasado cinco días y seguía sin saber que sentía con respecto a su muerte. No había dormido ni comido, pero tampoco llorado. ¿Cómo iba a llorar por alguien que me ignoró por tantos años? Nunca quisieron decirme su enfermedad, dejaron que lo descubriera solo, como una broma cruel. Aunque, al escuchar la noticia no había llorado, pero tampoco había dormido. ¿Que más esperaban que hiciera? Todos me miraron esa tarde, juzgándome por no estar llorando…
La madera del escritorio vibró con el teléfono y vi en la pantalla el nombre de mi hermana, Raquel. Llamando de nuevo para que tomara ayuda. ¿Quién iba a ayudarme? Jamás había necesitado ayuda porque jamás me la habían ofrecido, y yo nunca la había pedido porque ignoraba su existencia.
Pero ahora esa ayuda se volvió molestia, y el celular fue a dar al fondo de un cajón cuando volvió a sonar.
El sonido que hacía ahí dentro me pareció el de una persona enterrada viva. Las apaleadas de tierra cayeron una por una, con una lentitud desesperante en medio del calor del martes, en medio de mis hermanas que lloraban en silencio, de mi padre que abrazaba a mi madre llorando en voz alta y de mis primos a los que llevaba décadas sin ver. Se habían ido de una manera tan imperceptible, que no recuerdo el momento exacto en el que me veo botando la pelota solo en el patio de cantera de casa de la abuela. Era casi irreal, pero para mí la vida siempre había pasado como detrás de un telón traslúcido.
¿Por qué se fueron? ¿Por qué no me fui con ellos? Tampoco lloré esa vez, tampoco pude dormir.
Busqué hojas blancas entre las cosas del escritorio y las cajas de la urgente mudanza a la que mi esposa me había obligado, al quedarse con la casa después de la firma de los papeles. Tenían que estar en algún lado, siempre tenía hojas blancas en casa porque lo único que mis hermanas me habían enseñado en esta vida había sido a crear cuadernillos que ellas usaban para cartas de amor y diarios de adolescentes. Las tardes en las que las ayudaba a crearlos, eran las únicas que recuerdo haber vivido en paz con las tres, cuando me llamaban “Loco”, transformando el Lucas en una palabra que sonaba cariñosa por primera vez desde que había nacido.
Encontré las hojas y me sorprendió la naturalidad con la que mis manos colocaron todo en su lugar. Es como andar en bicicleta, ¿así se dice? Mis dedos se sintieron cómodos y relajados en cuanto comenzaron a golpear las teclas y entintaron la hoja de tersa celulosa con un latigazo de metal.
Hacía años que no escuchaba ese sonido. A mi esposa le molestaba el ruido, la hacía enojar, y no me había quedado más opción que vender la vieja Olivetti eléctrica. Había dolido, pero tampoco había llorado. En especial por lo que tendría que ocurrir después. Pues ella creía que no me daba cuenta que no me amaba con la misma fuerza con la que amaba a ese hombre que la hacía llorar por las noches. Creía que no la escuchaba, que no la entendía, que no sabía que me ponía los cuernos con un amante imaginario y que a pesar de estar casada conmigo yo era el segundo hombre. Tal vez fue por esa razón que me conseguí a una segunda mujer, una que no era imaginaria. Y con eso le di la excusa que quería para dejarme, el valor que le faltaba para irse, para firmar los papeles delante del abogado, echarme de la casa y recobrar la libertad que mi amor le había quitado. ¿Amor? Tras cinco años de matrimonio no lo sabía… no había llorado tampoco.
El sonido de la vieja máquina de escribir lo conocía de memoria, lo cantaba desde que visitaba la casa de mi abuela, siempre llena de primos, siempre llena de ruidos. ¿Se habrá quedado sorda cuando ellos dejaron de ir o cuando yo deje de enviarle cartas?
Vagaba detrás de ella intentando descifrarla parloteando sin saber porque no volteaba a verme, hasta que lo descubrí por mi mismo cuando dejaba caer los platos detrás de ella y se volvió mi secreto.
Nadie debía saberlo, nadie debía notarlo, solo yo. Y me creí importante por ser el único ser viviente de su casa, que se colaba y se volvía un mueble más, invisible hasta que se diera la vuelta. Era un fantasma, no tenía cuerpo, estaba en una burbuja del tiempo y el espacio en el que podía hablarle de las revistas pornográficas que había robado al mayor de mis primos, de las cosas que mis hermanas ponían en los diarios que espiaba en la madrugada, recitaba poesía caminando tras ella, cantaba a gritos y usaba la máquina de escribir torturándola con los golpes de los dedos, escribiendo cualquier tontería para que la leyera y así mantener la correspondencia entre su mundo y el mío.
Ella siempre tenía papel para nuestras cartas silenciosas, de todo tipo. Recibos del banco, hojas de libros arrancados, envolturas de regalos, bolsas de la panadería, facturas viejas. Y nunca discriminé un solo pedazo, el cual le entregaba con orgullo, con tinta sobre tinta, sin volver a saber de su destino.
La campanilla alertaba a mis manos para que cambiaran de renglón con un coletazo que hacía temblar el escritorio al tiempo que lo hacía el teléfono enterrado en su cajón.
No, no quería ayuda.
El sonido de las teclas que manchaban el papel era estruendoso, dolía por alguna razón. Cada golpe caía por sí solo y las líneas se escribían sin que pudiera verlas bien. Porque este personaje se seguía resistiendo a ser escrito, se resistía a ser utilizado, a doblegarse y contarme la verdad. ¿Por qué no me cuentas nada? ¿Qué debería hacer contigo? ¿Hablarte? ¿Hacerte gritar solo para ignorarte? Ni siquiera tienes nombre, mucho menos un pasado, sigues siendo una hoja en blanco como la que siempre quiso mi padre. Un niño al que quería educar como varoncito en sus ratos libres, mientras el resto del tiempo mi madre creía que el mismo método con el que crió a tres mujeres también podía funcionar conmigo.
Solo era un segundo lugar, un cuarto lugar. Un pilón, un intruso, un pedazo de ADN que se había escapado sin que nadie se diera cuenta y vivía como abandonado por la casa, igual a este personaje, pedazo de imaginación que había huido de mí y vivía entre las letras sin historia que contar… como abandonado por las páginas. Su única casa y entre la mía y la de mi abuela, la mayor parte de mi niñez la viví con la abuela, a mis padres no les importaba porque siempre estaba llena de primos de mi edad, con los que podía sentirme en sintonía con el mundo, al menos hasta que se fueron sin decir a donde y cortaron de mis costillas los garfios con los que me habían unido a ellos. No pude dormir, pero tampoco pude llorar.
Siempre he relacionado el insomnio con la tristeza. Las noches en vela mirando por la ventana en silencio eran mi equivalente a llorar a gritos, perderme en las fantasías de mi imaginación lo equivalente a un consuelo, escribir en los cuadernos que escondía bajo el colchón y terminarme un lápiz en una noche, mi equivalente a una borrachera por despecho, y mi resaca era solo la sensación de que lo había escrito no era real, ni profundo, tan delgado y frágil como una lámina de grafito.
Reemplacé la hoja en la máquina y continué escribiendo, peleando con este personaje con piel de fantasma y alma vacía. ¡Habla, maldito, habla!
Golpeé las teclas y volvió a sonar el celular enterrado vivo en el cajón. No quería ayuda, no era necesaria. Podía controlar mi ira a la perfección eran ellos los que no podían controlar sus tonterías, los que siempre levantaban una ceja escéptica al hablarles y me ignoraban como a un niño, sin darse cuenta que mi cuerpo tenía goteras y que cada vez que ponía la mano en una, el alma se me derramaba por algún otro lado. Me daba cuenta que solo había venido a este mundo a gritarle a los sordos, le estaba gritando al papel para que me contara algo. Tenía que decírmelo, tenía que contarme historias, tenía que hacerme sentir.
Miré mi reflejo negro en la pantalla de la computadora. ¿Por qué no me dices nada? ¿Dónde esta tu historia? ¿Dónde está tu autor? Soy un papel en blanco, pero puedo escuchar las teclas de la máquina oxidarse sobre mí. Golpeando de la misma forma en la que golpeé a mis compañeros de clase a mi editor tras la última corrección a mis primos en el patio a los diez años y después en el funeral donde también golpeé a mi padre… ¿Por eso se fueron? Sí… ¿verdad?
Era una hoja en blanco en la que todos querían escribir. No… en la que todos habían escrito ya. Y la tinta escurría de mí y había tanto en mi historia que en realidad no había nada. Porque solo era un segundo lugar, reemplazo. Para mi esposa fui el reemplazo del hombre que no la amaba, para mi padre era su propio reemplazo en el futuro, era un cuarto lugar para mi madre, era el segundo lugar de un concurso de novela corta cuyo primer premio fue rechazado, era el reemplazo de un escritor que había decidido cambiar de editorial. Era una hoja reciclada en la que ya se había escrito muchas veces.
Mis dedos ya no se movían, pero seguía escuchando las teclas de la máquina y el silencio del resto del mundo. Estaba escribiendo una historia que no había vivido, era el personaje de un autor sin talento.
No pude dormir, pero pude llorar a pesar del sonido de las teclas. Llamaría a Raquel en la mañana, desenterraría el teléfono, dejaría de escribir y ser escrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario