Léeme
Damaris González Villela
No
sé en realidad si es que busco o evado esto porque sucede que todo me conduce
irremediablemente a lo mismo pero yo me conduzco fatalmente a todo aquello que
me haga recordarlo.
Voy
llegando a mi lugar favorito en esta ciudad: una cafetería, porque disfruto el
lugar y su americano que es perfecto. Saco un diario de mi bolsa para escribir
sobre cualquier cosa. De pronto viene de golpe su nombre, que es como comienza
todo, luego algún recuerdo, una canción...
Me apresuro a ponerte en
papel porque es al parecer la única manera en que pueda yo hacerte quedar un
poco más. No te espero ni te quiero ni te busco, pero una hora al día, quizá
dos al mes espero encontrarte entre los rostros que me evaden en las calles que
alguna vez anduve junto a ti. Sé que no sucederá porque encontrarte una vez era
estadísticamente improbable, encontrarte dos veces sería atentar contra la
física, la lógica y la vida que insiste en joder. Ojalá no hubiera pasado algo
que te borrara de pronto. Ojalá nada nos hubiera unido para que nada me doliera
ahora.
Todo
comenzó un día cualquiera de lluvia. Ya no importa mucho el motivo pero iba al
centro de la ciudad y en cuanto me bajé del bus, una lluvia estrepitosa y
repentina lo invadió todo. La escena me fascinó y decidí disfrutarla, por
aquello de que Bob se quejaba de los que dicen amar la lluvia pero se esconden
de ella. Me descalcé para no arruinar mis zapatos, por un lado y por otro
disfrutar con los pies los adoquines tan llenos de historias. Era en la
Alameda, lo encontré escondido de la lluvia, bajo un puestecito de verduras, en
una esquina junto al museo. Yo sonreía porque aquella lluvia me volvía loca. Él
sonrió porque se percató de lo loca que estaba, o eso supongo porque jamás le
pregunté. Seguí caminando, desclasa, sonriendo, empapada. Él me alcanzó y
rebasó mientras decía
-¿Disfrutando
el agua?, no sé si respondí, seguí caminando. Lo vi algunos metros después
escondido de nuevo.
-¿Seguirás?,
me preguntó, yo sólo asentí,
-¿hasta
dónde? dijo de nuevo,
-A
Fundadores, respondí,
-Te
acompaño, me dijo, más ordenando que pidiendo permiso.
Platicamos
durante el camino mientras la lluvia arruinaba sus zapatos bonitos y su traje
elegante. Diez minutos después ya estábamos en el café que está en un callejón
con una fuente, una banca y una farola. Estábamos en la terraza que daba al
callejón, una enredadera subía desde la calle hasta nuestra mesa y en la pared
contigua había flores, buganvilias creciendo desordenadas. Hablamos varias
horas sobre viajes, libros y bares, cantamos un poco. Mientras tanto la lluvia
nos alcanzaba en fragmentos de gotas. Catorce de abril del dos mil quince.
Quizá fue demasiado lo
que nos sucedió y la vida me lo sigue cobrando. Quizá fuera culpa mía que te
hayas ido. Quizá no fue más que una historia pequeña, algo de tierra que se
volvió lodo con un poco de lluvia y lo cargué en la suela del zapato más tiempo
de lo debido… lo que sea que haya sido, ya no es. Y por si acaso, he tomado
café en todas las terrazas de la ciudad, a ver si en alguna apareces. También
he caminado bajo la lluvia constantemente, a ver si el agua esta vez se lleva
todo lo que no debió haber traído.
El
primer beso fue en el bar, porque ambos fingimos no escuchar para acercarnos lo
suficiente, sé que lo hice y sé que vi lo mismo en sus ojos. Desde entonces
perdí la cuenta. Una mala película en el cine fue la siguiente y única vez que
estuvimos fuera de su casa. Más pláticas, cartas, cerveza y sexo pueden servir
para resumir los siguientes meses aunque en realidad, ni yo puedo aún explicar
qué sucedió.
Él
tenía veintiséis años. Terminaba la carrera de finanzas y vivía sólo con Tyson,
un bóxer a quien quería como hijo y regañaba en inglés. Tenía una casa pequeña,
limpia siempre. Le gustaba reciclar y también los muebles viejos. No había nada
extra en esa casa debido a una filosofía estricta de que aquello que no
produce, gasta. Horarios establecidos, plan de vida a corto, mediano y largo
plazo. Amaba Nueva Orleans y Ámsterdam, había ido a la primera de ambas
ciudades. Su cerveza favorita: Stella Artois. Su sueño era tener un Jeep J10 O
J20. Recuerdo casi todas nuestras conversaciones y también aquellas que tuvimos
solamente entre miradas. Yo tenía veinte. Comenzaba la carrera en literatura y
vivía con mis tíos y primas dado que procedía de otra ciudad. Coincidía en el
reciclaje y los muebles viejos, pero guardaba como desesperada, entradas de
cine, hojas, libretas y cuanta basura creyera que podía ser útil alguna vez
(aún guardo esta historia, por ejemplo). Caótica como yo misma. No sabía qué
quería de la vida y apenas y recordaba por qué había elegido mi carrera. Amaba
viajar pero jamás había salido del país. No bebía. Quería un Mustang Shelby 65
convertible y color rojo. Y aún así, de alguna manera aquello funcionó perfectamente.
Durante un tiempo.
Quinientos
y tantos días.
Comienzo por dirigirme a
ti, pero luego, siempre, termino llorando viendo el rostro del espejo que me
reclama cada uno de los posibles errores, esa mujer que también te llora y que
te extraña y que me maldice de nuevo, cada vez. La consuelo, casi siempre,
diciéndole que no valías la pena, pero ella no lo cree, ella me recuerda cuánto
te quise y cuánto me haces falta ahora. Desde que te fuiste he dedicado cada
instante a ser la mujer que probablemente querías que fuera y no pude ser.
Amor,(jamás me escuchaste llamarte así, pero en secreto es el nombre con el que
me dirijo a tu recuerdo) hay mucho que he logrado desde entonces, y cada que lo
hago te busco cerca para hacerte saber lo mucho que podría gustarte ahora, si
no te hubieras ido. Aun conservo a la cachorra que dejaste conmigo, ya no es
cachorra, por cierto.
En realidad estoy
cansada de traicionarme, y es la única manera en que hago que ella cambie el
llanto por rabia (aun rabia contra mí), por haber invertido tanto tiempo en el
espacio que dejaste. Pero al final, hemos encontrado, ambas, una postura
conciliadora en que podamos vivir con el recuerdo que dejaste vagando por ahí.
Te he elegido como a una utopía, ésa, de la que habla Galeano, ese horizonte
que se aleja en medida que avanzo. Eso es, al final, lo único que en realidad
dejaste. Y no sé si eres el horizonte o una patada en el culo, pero igual
avanzo. En fin, que me he resignado a no poder olvidarte, pero ya no cubriré tu
nombre con el de otros, te dejo el lugar que te ganaste aunque no sea el que te
tenía preparado. Te seguiré escribiendo. Léeme.
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